martes, 20 de febrero de 2018

Tiempo de callar... por Pablo Bujalance

Porque ya da igual lo que digamos. Todos los mensajes emitidos se convierten en mercancía. De eso se trata

Con la recomendación vertida a los contribuyentes para que ahorremos con vistas al mañana, una vez agotada la hucha de las pensiones (con qué diplomacia ha venido a dar Rajoy la razón a Celia Villalobos: siempre es conveniente tener claro quién manda aquí), ha quedado ya bien definido el modelo de español ideal para el futuro inmediato: el hombre nuevo habrá de ser temeroso, cauto, previsor, buen medidor de sus posibilidades y conocedor de sus límites. Le corresponderá rendir de manera óptima en sus tareas, dada la abrumadora competitividad reinante, y a la vez mostrarse agradecido y conforme, aunque su salario sea escaso y sus perspectivas de crecimiento nulas, porque lo importante es que España sea capaz de crear empleo, no importa a qué precio. La crisis habrá podido pasar a la historia, pero la precariedad asumida continúa vigente. No importa: siempre le quedará a este español alguna serie a la que engancharse. Por lo demás, deberá calibrar con igual escrúpulo sus costumbres con tal de no ofender a toda una jauría dispuesta a sentirse ofendida. Le conviene profesar una actitud puritana, distante y fría, a imagen del elemental calvinismo. Eso sí, a cambio podrá decir lo que quiera, cuando quiera, al instante. Más le valdrá no meterse en líos y guardar el precepto, pero si le apetece, adelante. Alguien vigila.


Porque, en el fondo, ya da igual lo que digamos. Todos los mensajes emitidos en redes, medios, nubes y púlpitos se convierten al instante en mercancía, y de eso se trata. También cumplen su función las llamadas al odio y al terror: cada vez que algún descerebrado escupe alguna basura inútil antes de sentarse en el banquillo, los apóstoles de la especulación se frotan las manos mientras la sociedad clama indignada por sus mártires de la libertad de expresión (una libertad convenientemente esquilmada por unos y por otros). Lo importante es que este español temeroso y ahorrador hable, se explaye, comparta, se adscriba, vote, ejerza de hooligan, y si saca los pies del tiesto su regreso a la vereda servirá de lección. Es preferible un rebaño ruidoso, enemigo de sí mismo. No hay mejor opio que el rencor.

De Camus podemos concluir aquello de "me rebelo, luego existo". Pero, tal y como advertía Houellebecq, la rebelión nunca ha sido tan sencilla: basta con hacerse a un lado. Eso sí, nuestra rebelión, ¡ay!, es mucho menos sexy que aquella que propugnaron los sesentayochistas: mola más la pelea de gallos, aunque la pague el poder político. Señala el Eclesiastés que hay un tiempo para hablar y otro para callar. No añadir más ruido es hoy nuestra forma de ser libres.

Pablo Bujalance
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