viernes, 15 de junio de 2018

Humor (negro) ... por Alfredo Tajan

«Desconfía de quienes nunca ríen, no son personas serias», escribió Julio César; «La seriedad es el pecado original del mundo», dijo un tal Óscar Wilde; Baudelaire afirmaba que «el hombre muerde con la risa»; «El forense es el voyeur del crimen, el juez el aguafiestas», sentenció Pérez Estrada; en el 'Diccionario del diablo' Ambroise Bierce definió el parricidio como «un golpe de gracia filial por el que uno se ve liberado de los irritantes tormentos de la paternidad»; ya les había hecho una modesta proposición Jonathan Swift a los irlandeses, agobiados de impuestos por la Pérfida Albión, les propuso: «Ofreced a vuestros hijos más tiernos en pago, y que los londinenses se los coman, así saciarán de una vez sus feroces apetitos».
El opiómano Thomas de Quincey defendió en 'El asesinato considerado como una de las Bellas Artes' que se debía perfeccionar el crimen, hacerlo aristocrático, delicado y sublime, porque los detalles sangrientos «deben dejarse al populacho»; Ramón Gómez de la Serna obtuvo de la greguería un campo fúnebre: «El verdugo es igual al antropófago: los dos matan para comer» o «un cementerio es una gran botica fracasada»; el caso de Muñoz Seca, autor de 'La venganza de Don Mendo', ante el pelotón de fusilamiento gritó a los milicianos: «Podéis quitarme el reloj, la cartera o las llaves, hasta la vida podéis quitarme, pero hay una cosa que no vais a quitarme: el miedo que tengo»; otro que tal bailaba, Agustín de Foxá, le explicó a su sobrinita en Las Ventas: «No llores, tontita, y mira con atención la forma en que el toro le saca las tripitas al caballito», y una cita de Evelyn Waugh, extraída de 'Los seres queridos', esa novela que escribió con el corazón congelado, «creo que la amistad entre el hombre y el perro no sería tan duradera si la carne de perro fuera comestible».

La lista de irónicas maldades es interminable. No puede entenderse ni la creación literaria, ni la existencia, sin humor, aunque la humanidad es una pura ilusión óptica grosera y viciada, «para vivir sin humoradas mejor estar muerto», preconizó el crítico Saint-Beuve. Y hasta en la muerte hay que demostrarlo. Los epitafios son prueba de ello. Son célebres el del orondo cineasta Edgar Neville: «Aquí yace Edgar Neville, que por fin se quedó en los huesos», el de Groucho: «Perdonen que no me levante»; el de Robespierre: «Paseante, no te aflijas por mi muerte, si yo viviera, tú estarías muerto»; el lacónico de Buster Keaton: «The end»; el prepotente de Orson Welles: «No es que yo fuera superior, en absoluto, es que los demás eran inferiores»; el de Billy Wilder: «Soy escritor, pero, claro, nadie es perfecto», y para cerrar, dos de los epitafios más famosos: «Si queréis los mayores elogios, moríos», del impagable Jardiel Poncela, y el del sarcástico dramaturgo francés Rabelais: «Que baje el telón, la farsa terminó»; todo estas ocurrencias, sorprendentemente ilustradas, las hallarán en la exquisita edición que la revista 'Litoral' dedica al humor en el arte y en la literatura. Autores ácidos para lectores sin prejuicios.
Alfredo Taján 
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