jueves, 6 de diciembre de 2018

Constitución ...por Antonio Soler


A quienes propugnan la República habría que preguntarles qué república es la que piden
Anda con rasguños y con la túnica demasiado manchada para tan altos servicios como ha prestado. Finalmente no es una diosa, su carne no es carne del Olimpo ni la monotonía de sus artículos -indescifrables o desconocidos para sus hijos, como lo son los misterios de las madres para sus vástagos- es un pentagrama sordo. Con su música y con su espíritu, bajo esa túnica que ahora se empeñan en desgarrar por un lado o por otro, llevamos viviendo cuarenta años en paz y democracia. Hay quienes quieren ajustarle las sisas, subirle o bajarle el largo de la túnica, apretarle el corsé hasta dejarla sin respiración o directamente lapidarla en la plaza pública de la intransigencia.

La desmemoria y el desconocimiento están haciendo su trabajo de topo. Y naturalmente, en ese agujero trabajan también los zapadores que nunca estuvieron a gusto en ese campo abierto. La Constitución no nació de parto natural. No nació entre música de violines. Hubo cesárea, hubo ruido de sables, estallidos de bombas acompañando su nacimiento. Pero también hubo la determinación firme de no dejarse amedrentar. Hubo errores y concesiones que solo los que no conocen la historia o la quieren manipular pueden tomar como frivolidad. Por encima de todo hubo un objetivo común. Convivencia. Eso que después pareció algo tan natural -y que ahora vuelve a padecer temblores, achaques, mareos y devaneos- fue una verdadera conquista. Salíamos de la caverna, deslumbrados por la luz de un tiempo nuevo.



Aquello no fue Disneylandia, ni lo que se consiguió fue la perfección ni la cuadratura del círculo, pero casi. Y habría que preguntarles a quienes ahora están tan molestos con la ley suprema qué les molesta de ella. El mensaje de los soberanistas ya lo conocemos. Pero a quienes propugnan la República habría que preguntarles qué república es la que piden. Quienes impulsaron la II República estarían hoy encantados con la Constitución de 1978. Querían un país democrático en la órbita de Francia o Gran Bretaña, la monarquía española era entonces sinónimo de connivencia con el autoritarismo. Pero quienes querían una república proletaria estuvieron entonces disconformes con esa II República. Quienes aceptaron a Juan Carlos en 1978 -comunistas, socialistas de todas las familias, liberales de cualquier estirpe- estaban muy cerca de Azaña, Besteiro, Alcalá Zamora o Indalecio Prieto. Y esos otros, los recién llegados por la derecha con una caballería xenófoba, declaradamente machista y excluyente, tienen un espíritu contrario a algunas esencias constitucionales. Ignoran o malversan el pasado. Inventan un país que ni existió ni mucho menos podría existir hoy, del mismo modo que Trump, los impulsores del 'Brexit' o los nostálgicos de las cruces gamadas, reivindican países de Nunca Jamás. Leyendas, ensoñaciones, imperios con héroes de cartón piedra. Potencias que solo fueron perfectas en el delirio de unos cuantos visionarios. No, no tenemos una Constitución perfecta. Pero fue y debe seguir siendo un seguro de vida. Recordando al 'Cándido' de Voltaire deberíamos decir que sí, que en las ensoñaciones caben muchos cuentos y utopías, «pero tenemos que cultivar nuestro huerto». Y nuestro huerto es este, nuestra Constitución.

Antonio Soler

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