sábado, 24 de agosto de 2019

Feria, ser o no ser ... por Cristobal G. Montilla

La Opiniòn de Málaga

Ahora que ya se intuye el redoble de los tambores que anuncian la despedida, el epílogo de la Feria de Málaga volverá a ser el momento en el que se corrobore que muchos de los debates que genera están alimentados por una peculiar corriente del to be or not to be shakesperiano. Ser o no ser penitente de una feria que genera amor y odio en proporciones considerables. That is the question. Basta con atender al contraste que empieza por quien ya entona su canción triste de Larios street ante la fugacidad del tiempo y se ha prometido llegar lo más cocido posible a la sui generis versión malaguita del pobre de mí sanferminero. Otros, en cambio, le darán descanso a sus gargantas y dejarán de tararear el pobre de mí al que se ven condenados quienes conviven, en sus domicilios cercanos al centro o al real, con su alergia a la kilométrica fiesta del sur de Europa.

Más allá de que quien anda inmerso en los confines del baile y la diversión siempre puede elegir entre ver la botella medio llena o medio vacía, en esta edición el dilema más cacareado ha sido el de ver la feria medio llena o medio vacía. Con la consiguiente variedad de opiniones y el condicionante de que en estos lares existe una llamativa costumbre a ver la feria del centro vacía cuando no está reventona. Cuando no está colapsada por las aglomeraciones de público y caben más de dos alfileres en cualquier loseta situada entre la portada vecina a la estatua del Marqués y el comienzo de calle Granada.
A estas alturas, dada la heterogeneidad y las múltiples aristas con las que se nos aparece una feria como la de Málaga cuando encima ha sido extendida en una horquilla de 12 días, también da la sensación de que apenas existen voces autorizadas para dar lecciones con su propio balance y que, prácticamente, todo el mundo tiene derecho a opinar sobre cómo le ha ido la cosa.
En el caso de quien abraza estas palabras, florece la sensación de que mientras más sensato sea el desarrollo de la fiesta, más divertida puede llegar a ser. Y en el centro, ha sido todo algo más sensato. Si medidas como las de aligerar de casetas la plaza de la Constitución o ampliar el número de días tenían el objetivo de evitar concentraciones excesivas y repartir más los públicos, lo cierto es que se ha iniciado un camino muy interesante que, en ningún caso, debe derivar en la eliminación de la genuina y tradicional feria del centro. Si los propósitos de tales cambios eran otros, eso ya se le escapa de las manos a cualquiera.
Por otro lado, el real de Cortijo de Torres ha ejercido como lo que realmente es. Como el único recinto ferial puro y duro -el centro no lo es aunque, a veces, se le aplique la expresión- con su cartel de casi 24 horas abierto. Con su inercia de disponibilidad permanente, como la de las funerarias. Y haciendo bueno ese sambenito tan neoyorquino de la ciudad que nunca duerme. Si alguien duda de ello, que se lo pregunte a los vecinos de cualquier barrio aledaño, en cuyas madrugadas no se apaga el runrún y el lógico trajín que obedece a motivos geográficos. Otra cosa aún más molesta es cuando la conversación o, el griterío, se detiene en cualquiera de esas calles como una amplificación mundana del ritual de la penúltima. Nunca se dice la última.
Y, apuntado esto, otras cosas distintas son -aunque inherentes por desgracia a la actual genética de la feria- el botellón y los brotes de Malaguf. Esa feria viciada sigue, por desgracia, ahí y se hace más notoria y dañina cuando le pasa factura a la naturaleza patrimonial y frágil del centro histórico. Todo sea dicho, no son pocos los que dicen que el botellón es incontrolable y, por mucho que tengan su parte de razón, siempre queda el regusto agridulce de que no se ponen en marcha más medidas reales para erradicarlo porque resultarían impopulares.
Sea lo que fuere y por mucho que cierto alma de ciudad mediterránea siga entonces convaleciente y marchito por la resaca, este lunes volverá a ser un lunes cualquiera. Y a quien todavía se le vaya el cuerpo para los no lugares que decreta el fin del jolgorio, siempre le quedará el consuelo y el consejo -certero y propio de las matemáticas de la vida misma- que le presta el estribillo que aún retumbará en su cabeza, tras haberlo oído por activa y por pasiva en sus añorados altavoces: «Todos los días sale el sol, chipirón».

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