lunes, 12 de agosto de 2019

Patinetes ... por Pablo Bujalance

Volví a Lisboa este verano después de casi tres lustros sin hacerlo. La ciudad mantenía a duras penas su hermoso océano de melancolía atlántica como resistencia ante las oleadas de turistas que lo llenaban todo, que saturaban las esquinas más insospechadas, que contribuían a la espectacularización masiva de los encantos antaño discretos, medio visibles, de ninguna manera promocionados. Un taxista me contó que la transformación ha sido radical en los últimos cinco años: “Siempre ha habido turistas, pero ha empezado a ser incómodo. Primero, para los propios turistas. Pero también, a veces, para nosotros. 
Ya sólo el hecho de moverse por aquí es complicado”. Me paraba así a admirar las colas interminables que guardaban visitantes llegados de todas partes para subir al tranvía 28 o al elevador de Santa Justa, con la curiosa paradoja de que esta vez yo también era un turista, alojado en un hotel, que hacía sus colas y elaboraba planes para llegar a los monumentos a las horas idóneas. “Por supuesto que vivimos del turismo. Hemos necesitado a todos estos turistas y seguramente necesitaremos más. La situación económica en Portugal llegó a ser muy delicada. Pero habrá que encontrar la manera de que convivamos todos, de que podamos ir por las aceras con tranquilidad, de que no todo sean restaurantes”, me apuntaba el servicial taxista a bordo de su vehículo. La gente iba y venía en patinete en Belém, a la orilla del Tajo, junto al Monumento a los Descubrimientos, hasta el Monasterio de los Jerónimos y las docas; después, resultaba divertido verlos intentando enfilar con los patinetes por el Barrio Alto, mientras desistían ya, exhaustos, a la altura de la Rua Garrett. Lo mismo que los ciclistas y practicantes del segway: a partir de cierta pendiente, Lisboa invita a deshacerse de los juguetes e ir a pie hasta los miradores, salvo que alguien esté dispuesto a guardar cola para subir al tranvía. Con sensaciones encontradas ante este paisaje, resultaba inevitable acordarse de Málaga, donde las inversiones que aporta el turismo también son imprescindibles y donde la convivencia invita a adoptar decisiones políticas, digamos, sensibles. Seguramente una de las principales diferencias es que todos estos nuevos dispositivos favorables a la movilidad individual, y empleados mayoritariamente por turistas, constituyen en Lisboa un fenómeno bien localizado mientras que en Málaga, con su nula orografía y su relieve prácticamente llano, los mismos dispositivos han llegado a mermar con bastante más alcance las conquistas logradas en materia de convivencia a base, fundamentalmente, de imprudencias cometidas por los mismos usuarios que no se atienen a las normas que dicta el sentido común cuando te subes a un cacharro capaz de circular a determinada velocidad. No es cuestión, por tanto, de que paguen justos por pecadores. Pero sí, tal vez, de aclarar algunas ideas. Al menos, por parte de quien escribe. 

LA GESTIÓN DE LA MOVILIDAD PRESTA MÁS ATENCIÓN AL CAPRICHO QUE A LA CIUDADANÍA

 Cada vez que salgo de viaje con mi familia, nuestra prioridad es andar. Buscamos siempre la manera de llegar a los lugares que queremos visitar a pie y evitamos los transportes públicos en la medida de lo posible. Es una opción personal, claro. Pero cuando te has pateado determinadas ciudades, sabes bien que el recorrido turístico de Málaga, con sus monumentos y museos, es fácilmente abarcable a pie, con total comodidad, en una sola jornada. De manera que los vehículos unipersonales habitualmente empleados tanto por turistas como por aficionados en general para evitar la caminata, salvo que, naturalmente, exista una discapacidad que justifique su uso, se inscriben en el territorio concreto del capricho. Por supuesto, un capricho no tiene nada de malo. Y existe el derecho al capricho. Pero también existe el derecho del ciudadano a caminar por las aceras dispuestas para su uso exclusivo sin temor a ser atropellado y a no tropezar con un patinete varado cuando va a entrar a la puerta de su casa. ¿Merece más amparo el derecho del ciudadano que el derecho al capricho? Semejante pregunta daría para un debate serio. Lo que sí queda claro es que la política municipal responsable de la gestión de la movilidad ha prestado mucha más atención al capricho que a la ciudadanía. Cada vez que el Ayuntamiento ha podido llegar tarde a intervenir en el asunto de los patinetes, que han sido todas las veces, incluso para ponerse serio, lo ha hecho. Y habría que ver cuál habría sido la reacción del alcalde si hubiera sido la administración socialista de la Junta la que se hubiese declarado incompetente para construir los carriles bici comprometidos; que el Ayuntamiento y el Gobierno andaluz hayan sido incapaces de ponerse de acuerdo en este sentido, después de todos estos años, vuelve a afectar a los derechos de los ciudadanos, mientras que los defensores del derecho al capricho podrán seguir llevando sus bicis y patinetes de temporada a donde mejor les parezca; unos con un criterio razonable, otros sin atender al bienestar de todos, pero al cabo resultará indiferente si no hay una acción política que garantice la mejor de las opciones posibles, el equilibrio más sensato al que quepa aspirar. No se puede gobernar siempre para los clientes. Salvo que exista la convicción de que únicamente hay clientes

Pablo Bujalance

114 artículos de Pablo Bujalance en Aumor AQUI 
Mas artÍculos de OPINION en Aumor AQUI

No hay comentarios:

Publicar un comentario