Aún no han arrancado todos los viejos y mutilados olivos. Las florecitas huérfanas sonríen a la triste luz del atardecer. La excavadora con su brazo naranja ha aplastado la mitad del terreno de mi rinconcito recóndito que hace siete años bauticé “non plus ultra”, porque aquí ya no hay más viviendas, sólo se divisa desde arriba la piscifactoría de Málaga, productora de peces de peso y tamaño idénticos que terminan en la sábana de hielo del solitario supermercado alemán al que yo subía tantas veces por el mero placer de hacer piernas cuesta arriba, cuesta abajo.
Pero también para sentarme en el único banquito abandonado e inspirar el aire fresco de este trocito de campo en medio de la nada de asfalto.
Hoy al sentarme recordé a mi madre, que hace tres años al subir, se atrevió a tirarse conmigo en la hierba. Se reía mirando el cielo y oliendo las flores, sintiéndose pequeña al lado de su hija. La vi feliz al cometer un acto de libertad para sus 75 años y un legado de educación rígida y prohibitiva.
Recordé a quien fue mi pareja y mi universo hasta que le dejé volar hacia sus sueños. Nos gustaba sentarnos en este banco y tener nuestras interminables conversaciones filosóficas que tanto echo en falta. Soñábamos mirando el atardecer, dibujábamos el cuadro de la vida con nuestras ilusiones mientras comíamos las fresas sin lavar.
Cuando se fue a Estados Unidos yo venía aquí a llorar. En una ocasión apareció un perro enorme que vino hacia mí, puso su cabeza en mi regazo y me miró con sus ojos tristes. O fue el reflejo de mi tristeza? Y nos quedamos así hasta que el dueño vino a buscarlo. Al verme acariciar las orejas de su perro se sentó a mi lado en silencio.
- Cómo se llama tu perro?
- Leo…
- Gracias a ti y a Leo por hacerme compañía.
Hoy mis recuerdos se despiden de las flores desconocidas y los pájaros escondidos entre las hojas de los olivos destinados a la muerte inminente por urbanización.
Hoy no me quiero ir de aquí, porque desaparece el lugar donde vivía la Nostalgia.
Tatiana Minina
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