Lo que sucede en el ámbito político es irreal, tanto si hablamos de los acuerdos secretos como de los desacuerdos patentes.
La política y la vida actúan en territorios diferentes, lo que viene a ser como si el Madrid y el Barça se enfrentaran jugando aquel en el Bernabéu y este, en el Nou Camp. O como si en una corrida de toros el torero estuviera en Las Ventas y el toro en la Maestranza. Lee uno las páginas de la prensa dedicadas a la política y las dedicadas a la realidad y le parece mentira que vengan en el mismo periódico, pues las primeras hablan de Marte y las segundas, de la Tierra. No digo que Marte no acabe enganchando, sobre todo si lo dan por la tele, pero cuando acaba el programa, o lo que sea aquello que llamamos programa, uno tiene que hacer la cama o tender la ropa o fregar los cacharros o renegociar la hipoteca, no sé, o buscar las ofertas de la semana en el supermercado.
Lo que sucede en el ámbito político es irreal, tanto si hablamos de los acuerdos secretos como de los desacuerdos patentes. Cruzan las cámaras las puertas de Congreso y aparece una suerte de Shangri-La que los telespectadores observamos con el deslumbramiento con el que un recién llegado de la aldea contempla las luces de la gran ciudad. Al otro lado de esas puertas existe un mundo en el que sus habitantes, teniendo el sustento asegurado, se dedican, para no aburrirse, a hacer las pillerías típicas de colegio mayor. La mejor noticia que hoy puede recibir un padre no es que su hijo haya encontrado un trabajo real, pues si es real será una mierda, sino que ha conseguido una plaza en la irrealidad. Nuestro hijo ha huido del mundo real, le dice el esposo a la esposa tapando el micro del teléfono. ¡Qué descanso!, exclama la esposa, ¿y en qué irrealidad ha ido a caer? En la de la política, responde el hombre con un suspiro de alivio; ya podemos morirnos.
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