UNO SE PREGUNTA qué se está deteriorando cuando ve, cada vez más a menudo, que personas en principio instruidas y que se reclaman de izquierdas o “progresistas” (valga el anticuado término) adoptan actitudes intolerantes y “reaccionarias” y además se muestran incapaces de percibir su propia contradicción. O que, al criticar algo virulentamente, no hacen sino dar la razón a lo criticado. Meses atrás publiqué una columna en la que terminaba anunciando que me traería muchos enemigos. Lejos de demostrarme lo equivocado que estaba con silencio o con argumentos, quienes se sintieron en desacuerdo se lanzaron al insulto y a la tergiversación, confirmando así mi vaticinio. Justamente lo que cualquier mediano estratega nunca haría. Uno bueno, de hecho, habría reaccionado de manera opuesta a la por mí pronosticada. Parece que ya no haya tiempo ni pesquis para esta clase de duelos: se lleva la embestida, aunque eso le suponga al embestidor acabar ensartado a las primeras de cambio.
En julio este diario publicó un artículo de la ruso-americana Cathy Young, colaboradora del Washington Post, el New York Times, el Boston Globe y otros medios, titulado “Las feministas tratan mal a los hombres”. Era una pieza moderada y razonable, en modo alguno antifeminista, que en esencia decía que “ridiculizar y criticar a los varones no es la forma de mostrar que la revolución feminista es una lucha por la igualdad y que queremos contar con ellos”, o, como rezaba su frase final, “el feminismo debe incluir a los hombres, no sólo como aliados sino como socios, con una misma voz y una misma humanidad”. Pues bien, según la Defensora del Lector, “nada comparable a la ola de indignación” que provocó dicha tribuna. Lo más llamativo de las protestas que citaba no era que discreparan de su contenido –de lo cual eran muy dueñas–, sino que condenaban su publicación. La más explícita en este sentido era una escritora: “Nos parece alarmante que cuando miles de mujeres en todo el mundo son asesinadas y violadas por hombres …, EL PAÍS publique un artículo que ataca no a los responsables …, sino a las feministas que lo denuncian. Dar voz a tan pocas mujeres, pero hacerlo con una que defiende tesis antifeministas, es una vieja y burda estrategia patriarcal … en la que un periódico como EL PAÍS, tradicional referente del lectorado progresista y democrático, no debería caer”. Pasemos por alto el palabro “lectorado” (palabro en este contexto). Lo que esta queja argüía y solicitaba es lo siguiente: a) si hay tantas mujeres violadas y asesinadas (y por desdicha las hay), se debe atacar a los responsables sin cesar (como si no se hiciera); b) eso convierte a su vez en inobjetables a las feministas que lo denuncian (como si fueran las únicas), y las blinda contra cualquier crítica (justo lo que Cathy Young veía como un error contraproducente); c) los lectores progresistas y democráticos de EL PAÍS sólo deben leer aquello que los complazca o halague, no las opiniones que los contraríen; luego, d) este periódico debería ejercer la censura y no publicar nada que no aplauda ese “lectorado”, que por suerte no es monolítico ni uniforme, como les gustaría a quienes protestaron. La discrepancia y la crítica a un texto son respetables y por lo general fructíferas. Lo que no es respetable, ni democrático, ni progresista, es exigir que no existan las voces que nos desagradan. O que, si las hay, se queden en el Washington Post y no se den a conocer aquí, y menos en EL PAÍS, del que por lo visto hay lectoras que se sienten custodias y depositarias.
Por las mismas fechas leo la columna de un prestigioso crítico en la que manifiesta su inconmensurable desprecio por las que publicamos en prensa “los escritores”, es decir, novelistas y demás indocumentados, aunque no sé si más indocumentados que el despectivo crítico. Nos tacha de “tertulianos”, “ilustradores de la línea ideológica” de nuestros respectivos diarios, representantes de “una desdichada tradición intelectual”, “llamativos envoltorios” y “comparsas”. No lo discuto, así será en muchos casos, y el prestigioso está en su derecho a despreciarnos adnauseam. Lo preocupante y contradictorio (se trata de un prestigioso “progresista”) es que al final haga suyas las palabras de otro autor que en un libro reciente lamentaba “la impunidad reinante en el mundo de las letras”, que a los escritores no nos “pase factura” incurrir en “según qué excesos lamentables” (se supone que a su infalible juicio) y “la falta de filtros en la publicación de opiniones”. Ah, se piden castigos y “filtros” para las opiniones, exactamente lo mismo que llevaba a cabo el franquismo a través de sus quisquillosos y celebérrimos censores. En la presentación de ese mismo libro se pidió que los “escritores” fuéramos “expulsados, despedidos, eliminados”. Me imagino que para que ocupen nuestro lugar el autor de dicho libro y otros expertos afines y soporíferos, a los que ya no habría que “filtrar” nada porque serían aún más obedientes y serviles. Así como las feministas escandalizadas por encontrarse en “su” periódico una tribuna que no las adula ni les baila el agua.
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