Es lógico que un proyecto de tanta envergadura despierte no sólo el interés ciudadano sino también ciertas sensaciones de dudas y cautelas, que deben ser atendidas a lo largo del proceso administrativo. Este hotel será, sin duda, uno de los iconos arquitectónicos de la ciudad y, posiblemente, representativo de la transformación de la capital en estos comienzos del siglo XXI. Históricamente, las grandes transformaciones de Málaga se han producido a través de actuaciones en el entorno portuario y en los terrenos ganados al mar. La incorporación del puerto a la ciudad y la rehabilitación del casco antiguo han cambiado la fisonomía de la ciudad, y seguirán haciéndolo, con retos aún pendientes como las actuaciones en Muelle Heredia y la Alameda y, en mi opinión, la solución definitiva a la plaza de la Marina, nunca resuelta pese a ser el centro neurálgico de la ciudad.
A pesar del respaldo y del consenso que suscita la construcción del hotel, es preciso recordar la necesidad de tener y persistir en las garantías sobre la solvencia económica y promotora, para que se puedan satisfacer todas las exigencias de una construcción de enorme relevancia e impacto y que hubiera requerido quizá una mayor singularidad arquitectónica y tecnológica, un mejor relato capaz de conectar con la simbología histórica de la ciudad y más transparencia societaria de los promotores. La habitual discreción y opacidad de este tipo de inversores es incompatible, esta vez, con una actuación arquitectónica y urbanística de tanta trascendencia para una ciudad. Es inevitable desconfiar del plazo de un año para la tramitación de la Delimitación de Espacios y Usos Portuarios y del Plan Especial del Puerto, la aprobación de Puertos del Estado y la luz verde del Consejo de Ministros. Eso sí que sería un hito, un récord histórico, a pesar de que unos y otros lo consideran posible.
Y aunque este consenso político parezca indiscutible y el rechazo y la oposición al proyecto hayan sido hasta la fecha irrelevantes, es lógico y hasta saludable que en los próximos meses, especialmente en el periodo de alegaciones, se suscite cierto debate. Ocurre siempre cuando se trata de la relación entre el patrimonio histórico y las construcciones modernas o cuando intervienen el conservacionismo y el proteccionismo. Ocurrió incluso con la Torre Eiffel, que tuvo una apasionada y activa oposición de los intelectuales parisinos de la época, que llegaron a firmar un manifiesto en contra de su construcción: «Nosotros, escritores, pintores, escultores, arquitectos, apasionados aficionados por la belleza de París hasta ahora intacta, venimos a protestar con todas nuestras fuerzas contra la erección en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel».
Es evidente que la torre del Puerto no tiene en absoluto nada que ver con aquella torre de París, pero la anécdota sirve para ilustrar la complejidad que siempre supone irrumpir de forman abrupta en el sosiego y confort de lo cotidiano, de lo clásico y de lo de siempre. Aunque con ello se aspire, como defiende el premio Pitzker Rafael Moneo, a que la arquitectura y sus edificios cumplan su auténtica finalidad: servir a la ciudad.
Manuel Castillo
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