En una ocasión, Rafael Azcona me dijo que se había hecho escritor
porque no quería trabajar. Lo dijo, claro, con ironía. Quien ha sido el
mejor guionista de la historia del cine español trabajó a destajo mucho
más allá de donde la administración y la prudencia señalan que está la
edad de la jubilación. Quizá porque el júbilo de Azcona era sentarse
ante el teclado de un ordenador y porque escribir no era exactamente
trabajar. Trabajar era ser operario de Renfe, amauense en una mutua de
seguros. Escribir era otra cosa.
Huir de la mediocridad, explorar,
tratar de ver lo que había al otro lado del espejo. Hijo de la misma
generación, de esa España del gasógeno y el racionamiento, niño de la
guerra, Manuel Alcántara tampoco quiso trabajar. Y ahí está, 88 para 89,
cumpliendo el reglamento siete días a la semana, 362 días al año.
Realmente, lo que hace Alcántara es saltarse el reglamento. Porque el
reglamento lo habría situado hace unos lustros en un campo de petanca
comentando con sus compañeros el dulce rodar de las bolas y poco después
ante el tapete agujereado por la ceniza y la resignación de un hogar
del pensionista, viendo cómo los naipes pasaban delante de sus ojos con
la misma melancolía que si fueran estampas del pasado o retratos de
amigos muertos. Pero no. Alcántara resuelve el asunto situándose cada
día detrás de ese incruento nido de ametralladoras que es su Olivetti,
solventando un artículo limpio, ágil, un artículo que a los jóvenes les
suele salir reumático, con achaques de adjetivos y padecimientos
sintácticos, pero que a él le brota como una rutina fulgurante y
aparentemente fácil. Un reflejo del milagro de la vida, ese portento que
resurge cada día y que a los despistados -por lo cotidiano- les parece
normal.
Ahora, además, a Manuel Alcántara le dan la Orden de Alfonso X el
Sabio, con la categoría de Encomienda. Supone uno que eso quiere decir
que a partir de ahora Alcántara es comendador. Aunque, más bien, lo que
el escritor va a hacer es seguir su antigua encomienda, esa que se hizo a
sí mismo hace unas cuantas décadas, cuando, renunciando a lo
reglamentado, desechó el techo seguro de las oscuras oficinas de la
posguerra y se aventuró por esa selva de la bohemia que entonces eran la
escritura y las redacciones de los periódicos. Inició una carrera de
fondo que incluía nocturnos puestos de avituallamiento, dopaje de dry
martinis, conciliábulos de amigos, infinitas horas de lectura, largas
miradas al Mediterráneo descifrando el mensaje homérico de las olas y la
conversión del rudimento del boxeo en género literario. Y ahí está,
aquí está el comendador encomendado, cumpliendo cada día con el
compromiso de los elegidos. Leer, escribir, vivir. A su alrededor, como
pétalos volados por un vendaval loco, flotan quince o veintemil
cuartillas de letra apretada. Las hojas de una biografía ahora tan
emparentadas con Alfonso X el Sabio como siempre lo estuvieron con sus
lectores, con sus adictos.
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