Felipe González lleva tiempo pareciéndose a Rodolfo Llopis, el secretario general del PSOE que él derrocó definitivamente en el decimotercer Congreso del partido en el exilio, celebrado en la localidad francesa de Suresnes, hace justo cuarenta y dos años, los días 11 y 13 de octubre de 1974. Algo estaba ocurriendo en la izquierda y el PSOE histórico, el de la diáspora, parecía no darse cuenta. Los renovadores, con aquel Isidoro y Andrés –Alfonso Guerra—a la cabeza, irrumpieron en la historia y ya nada fue igual.
Ahora, distintas visiones de la realidad española y de las incumbencias de ese mismo partido entraron en colisión en la sede socialistas de Ferraz, en Madrid. Tampoco será nada igual en el PSOE a partir de este momento. En el tardofranquismo, la frontera entre unos y otros socialismos españoles se mantuvo durante cierto tiempo pero resultó irrelevante, ya que el viento soplaba de favor para los paladines de la renovación. Esta vez, en cambio, ninguna de las partes en conflicto parece superar sus diferencias para encontrar una salida común a la habitación del pánico en la que han incurrido tras sucesivas derrotas electorales. Una larga travesía del desierto puede acecharles, incluso si logran evitar el hundimiento a través de la comisión gestora que deberá pilotar la celebración de un congreso extraordinario que ya no será exprés.
Hacia la refundación.-
La vida vive, pero también muere. Nada es eterno, nos cantan los boleros. Que un partido tenga ciento treinta y siete años de edad no quiere decir que sea inmortal. En caso de desvanecerse bajo el temido o anhelado sorpasso –como el Pasoc griego y según se mire– costará acostumbrarnos a su ausencia de la escena política española, aunque a su izquierda y a su derecha sus detractores se estén frotando las manos aunque de un tiempo a esta parte ensayen lágrimas de cocodrilo para los anticipados funerales socialistas. Ese muerto, sin embargo, puede gozar de mejor salud de la que se presume y, como ya ocurriera en el pasado, podría resurgir de sus cenizas. Sin embargo, la única posibilidad de que ese Lázaro se levantase y anduviera sería que el anunciado congreso abriese un proceso de refundación.
Nada será igual. Para la historia del PSOE y la de España, quedarán el cambio y el pelotazo, la ley del aborto y el referéndum de la OTAN, los cien años de honradez y unos cuantos de recreo, sus terribles reformas laborales o, en sentido contrario, su bonancible ley que permitió que los homosexuales pudieran contraer matrimonio, las formidables obras públicas o las miopes leyes de extranjería, los grandes avances legislativos a favor del progreso y las cloacas de la guerra sucia contra el terrorismo. Muchas caras y cruces en su misma moneda, que ahora parece devaluarse seriamente.
La presidenta andaluza Susana Díaz hablaba durante la reunión del comité director del PSOE de Andalucía, de la necesidad de coser los desgarros internos de los últimos meses. Al frente de la gestora, Javier Fernández, presidente de Asturias deberá ejercer como hombre bueno del armisticio. El partido está en tenguerengue, como en 1974, pero muy lejos de aquel horizonte esperanzador que se abría en Suresnes. Si quieren mantener la cohesión interna, los socialistas deberían incorporar su legado de grandes conflictos a menudo resueltos con abrazos del oso, desde el pulso entre felipistas y guerristas a las heridas que dejaron las últimas primarias, con Carme Chacón en un aparente autodestierro definitivo.
Se equivocarán los socialistas si piensan que es una crisis de nomenclatura. Es su propia crisis de valores, los de la socialdemocracia, progresivamente arrinconados en la Unión Europea y también ahora en España. Poco queda, salvo el disco duro de su memoria, de aquel partido de impresores que fundara Pablo Iglesias Possé, un tipógrafo de El Ferrol que desembocara en Madrid y que se escribía con Federico Engels. El partido socialista más antiguo de Europa, después de la socialdemocracia alemana. El perseguido, el cómplice, el progresista, el cauteloso, el que colaboró con la dictadura de Primo de Rivera mientras perseguían a los jóvenes socialistas de Tomás Meabe, el que sirvió de apoyo a los gobiernos de Azaña durante los años más esperanzadores de la Segunda República.
¿Ya nadie estudia historia en las casas del pueblo? ¿Nadie recuerda hoy que el enfrentamiento entre Indalecio Prieto y Julián Besteiro con Francisco Largo Caballero, no sólo llevó a los socialistas a alguna que otra bronca de puertas para adentro como la del comité federal sino a la revolución de octubre de 1934, sus indudables excesos y su cruentísima represión, por no hablar de su espiral de interpretaciones revisionistas?
Los años son distintos y, por fortuna, esta vez, la sangre no llegará esta vez al río. En otro tiempo, los socialistas viajaron al otro lado de los Pirineos o al otro lado del Atlántico, como muchos otros demócratas españoles, tras el golpe fascista y la guerra civil. Cuando llegaron al Congreso de Suresnes, el partido del yunque y de la pluma poco tenía que ver ya con aquella organización tan numerosa y bien estructurada que recibió con Antonio Machado a la Segunda República española, aquel 14 de abril de 1931. En el destierro, los socialistas eran una sombra de lo que fueron y ni siquiera formaron parte de la Junta Democrática que se crearía también en 1974 para aglutinar al antifranquismo patrio y donde formaban filas clandestinas desde los monárquicos de Juan de Borbón al Partido Comunista de Santiago Carrillo, que era la organización que partía la pana en el interior de un país doblegado por un partido fascista, un inquisitorial tribunal de orden público y la policía secreta de la dictadura.
Quizá muchos de los socialistas de hoy no sepan que sus compañeros convocaron el Congreso de Suresnes como respuesta a una larga tensión interna que comenzó a manifestarse en el Congreso de Toulouse de 1972, en el que Rodolfo Llopis se negó a dimitir. El asunto terminó en los tribunales y las diferencias estratégicas que ahora enfrentan a unos socialistas con otros se antojan simples juegos de videoconsola con las que entonces se esgrimieron, cuando los históricos llegaron a acusar a los renovadores de connivencia con el franquismo. Durante dos años, hasta 1974, el PSOE mantendría una dirección colegiada, de la que formaron parte Nicolás Redondo o Pablo Castellano.
La historia nunca se repite, ¿o sí? Habrá que preguntarse si los socialistas que parecen abocados ahora a un cisma quieren evitarlo o no. Todos parecen tener razón: tanto en su interpretación antípoda de los estatutos como de los motivos que parecen diferenciarles, en torno al no al Rajoy, la abstención o la concurrencia o no a unas terceras elecciones generales en las que, visto lo visto, no sólo tocarían suelo sino que empezarían a escarbar mayores profundidades todavía. Críticos y sanchistas tendrán tanta razón que morirán con sus razones puestas. Tanta razón que puede que ya la hayan perdido.
40 años de Suresnes.-
Cuarenta años después de Suresnes, las cosas han cambiado mucho. En la resolución del conflicto de entonces, resultó fundamental la posición de UGT. Hoy, los sueños del sindicato y del partido parecen dormir en habitaciones separadas.
Probablemente, hoy, una dirección colegiada tampoco serviría de mucho, pero menos la bandada de benteveos leguleyos si la fractura se consume y a la postre tuvieran que ser los tribunales y no la militancia quienes diriman con sentencias y no con votos la legitimidad interna del partido.
Entre los críticos y los partidarios del ex secretario general del PSOE, hay otro PSOE, minoritario si se quiere, al que representa la izquierda socialista de Pérez Tapias que, significativamente, se fue de Ferraz sin votar siquiera. Hay un cuarto, el de los simpatizantes, absolutamente estupefactos y sin entender un pijo de galimatías estatutarios.
De las palabras de dimisión de Pedro Sánchez no parece extraerse la hipótesis de una salida del partido para crear otro. Todo lo contario. La militancia, cierto es, está revuelta, pero habrá que ver si esa rebelión se sustancia en el congreso o no llegará a nada, como ha ocurrido con frecuencia en otras ocasiones. En cualquier caso, la herida interna que sufre el PSOE no va a cicatrizar con un simple esparadrapo. O se toman en serio la reconciliación o estarán abocados a romperse en dos.
Si de toda esta encrucijada resulta un nuevo fraccionamiento del socialismo español, también quedará fragmentado el voto de la izquierda sociológica. Unas nuevas siglas que sumarse a una sopa de letras que se enfrentará sin suerte, presumiblemente, a lo largo de las próximas convocatorias electorales a una derecha mucho más fuerte y cohesionada, aunque ya no sea unívoca.
Por fortuna para sus militantes y para sus dirigentes, el PSOE es un partido con una sólida estructura interna y también con una amplia red clientelar que le aleja del modelo de aquella coalición que fue la UCD y que se vino abajo de la noche a la mañana, en aquel año horribilis de 1982, con su antiguo líder, Adolfo Suárez, fletando incluso un partido nuevo, el CDS, que jamás tuvo opción a ser lo que fue.
Gobernabilidad o gobierno alternativo.-
Pedro Sánchez no quiere a Mariano Rajoy y los barones tampoco quieren a Podemos, aunque muchos de ellos gobiernen con su apoyo. Pero, menuda paradoja, de persistir esos dos grupos en sus actuales diferencias sin resolverlas satisfactoriamente, los principales e inmediatos beneficiarios serán ambos adversarios.
Tras la kilométrica y peliaguda reunión del comité federal, tanto Pablo Iglesias como Alberto Garzón presumían que la baza la ganaba el Partido Popular, más cerca de la investidura de su candidato, Mariano Rajoy. El PSOE en funciones no lo ha decidido pero todo apunta a que buscarán una fórmula para garantizar la gobernabilidad. La del PP, no la de una coalición alternativa para la que, hoy por hoy, no sólo carecen de suficientes diputados para liderarla, sino de suficiente fuerza como para mantenerla. ¿Venderán cara su abstención los socialistas? Ni siquiera les quedará esa baza porque Rajoy ya no tiene que aceptarles pulpo como animal de compañía: la convocatoria de unas nuevas elecciones le otorgaría, visto lo visto, una holgada mayoría para hacer y deshacer a su antojo durante cuatro años.
La abstención le daría al PSOE un tiempo muerto para renacer de sus cenizas, pero en la oposición perderían la antorcha de la izquierda a manos de los diputados de Unidos Podemos que recordarían constantemente como sus votos sirvieron para que volviera a gobernar España un partido sentado eternamente en el banquillo de los acusados, el responsable de la reforma laboral de la precariedad, el de la ley mordaza, el de la ley Wert, el que encarcela a titiriteros y espía a partidos democráticos.
El PSOE y la autodeterminación.-
Entre las posiciones diferentes que los socialistas a la greña esgrimen hay una que tiene que ver con su geografía política: los críticos a Sánchez se sitúan en las comunidades autónomas donde los socialistas gobiernan y saben que el PP seguirá estrangulando sus presupuestos mientras no haya fumata blanca para La Moncloa. Todas las posturas internas, dentro del abanico socialista, tienen su razón y su sinrazón de ser. Tendrá consecuencias indeseables cualquier ficha que muevan. Por ello, cualquier decisión al respecto debería corresponder a la militancia, como pretendía el secretario general dimisionario. O incluso a los electores, como recordó Susana Díaz en su discurso sevillano. Afiliados y votantes, eso sí, podrían seguir los pasos de Pedro Sánchez y terminar dimitiendo de sus agrupaciones o de las urnas. O votándole de nuevo si decide presentarse a las primarias: sobre el PSOE planea el fantasma de Jeremy Corbin, que cada vez cuenta con más apoyos de sus compañeros de partidos y menos sufragios.
El laborismo y la socialdemocracia, de un tiempo a esta parte, no logran convencer a la ciudadanía para que compren sus idearios. En España, habrá que esperar a la celebración del congreso y de las primarias para dilucidar qué es el producto político que deberá vender el nuevo PSOE, para lograr que su marca adquiera una identidad diferente a las del resto de opciones en el gran bazar de la democracia. En Suresnes, habitaba la esperanza. Y un PSOE renovado que no sólo exhibía chaquetas de pana, carteles con arcoíris y sonrisas juveniles, sino también una hoja de ruta que, en aquella época, incluía la autodeterminación de las nacionalidades históricas que hoy se rechaza de plano, hasta el punto de que ha obstaculizado cualquier negociación en la investidura fallida de Sánchez: “La definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado español”, decía entonces el PSOE renovado, que apostaba por una República federal que permitiera la cohesión del estado y “el pleno reconocimiento de las peculiaridades de cada nacionalidad y su autogobierno a la vez que salvaguarda la unidad de la clase trabajadora de los diversos pueblos que integran el Estado español”.
En la transición española, aquellos socialistas que venían de nuevas lograron seducir a la opinión pública en un breve lapso de tiempo, por encima de un PCE al que el imaginario del franquismo había logrado caricaturizar como un demonio rojo con grandes cuernos. Hoy, es un PSOE desgastado, por su propia historia y por lo que pudo haber sido y no fue. Mal lo tiene para recobrar la vitola de esa izquierda sociológica que seguía votándole a pesar de que la izquierda transformadora dijese que no lo era. Si facilitan el gobierno de Rajoy, como parecen abocados a hacerlo, ¿qué relato podrán brindar los socialistas a los suyos? Hoy por hoy, perdido el flanco izquierdo, el PSOE quizá apueste por recobrar el centro como única opción, como una tercera vía entre dos segmentos de la sociedad española visiblemente polarizados. Sería una opción, claro. Pero sus partidarios harían bien en recordar que el centro político en España no gana unas elecciones desde 1979. Cuesta trabajo aceptar que el viejo PSOE del rodillo termine acostumbrándose al traje a medida de un partido bisagra.
Quizá tendrían que olvidar a Rodolfo Llopis y recapacitar, como José Borrell en sus declaraciones a Pepa Bueno, que Podemos son sus hijos. Resulta obvio decirlo: los parientes cenan, al menos, en Nochevieja, aunque no se lleven del todo bien los cuñados. Si la familia de la izquierda no termina reconociendo sus similitudes, superando sus diferencias y buscando convergencias puntuales que sumen votos, la derecha seguirá fumando su eterno puro en La Moncloa. Lo permita el PSOE o no. Sigan unidos o no los socialistas, Suresnes continúa estando lejos del futuro.
Juan José Tellez
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