El concierto que ofrecieron ayer Joe Lovano y Chucho Valdés con su
quinteto en el Teatro Cervantes, penúltima parada de su gira europea,
tuvo mucho de ajuste de cuentas en lo que a idas y venidas se refiere.
Ante una propuesta semejante resulta difícil no recordar la incendiaria
batalla que Valdés armó en los 70 con Irakere, dotando de tumbaos por
doquier las enseñanzas que Dizzy Gillespie había brindado respecto a la
cuestión afrocaribeña en el jazz; lo que sirven en bandeja ahora el
cubano Valdés y el estadounidense Lovano es un viaje al canon con ánimos bastante más calmados y con inquietudes, digamos, normalizadas,
por cuanto la base caribeña constituye ya, afortunadamente, un recurso
plenamente extendido en el jazz norteamericano.
Quien tuvo retuvo, ya
saben; pero no se trata ya de inventar tanto ni de mirar mucho más allá,
sino de demostrar que aquella revolución rítmica es hoy una moneda de
cambio habitual gracias a la semilla sembrada por aquellos pioneros; y
de paso, claro, de adjudicarse el tanto. En gran medida, Lovano y Valdés
arriman el ascua a esta sardina gracias a su poderosa sección rítmica,
formada por Francisco Mela a la batería, Yaroldy Abreu a la percusión y
Gastón Joya al contrabajo; músicos jóvenes, al mayor gusto de Chucho
Valdés en su afán permanente de renovación, en cuyas manos latinas el
patrimonio jazzístico estadounidense suena como recién inventado. Las
congas y bongós de Abreu latían tan ad hoc como el mismísimo saxo de Lovano.
Arrancó el asunto bien arriba, con la temperatura alta de la mano del repertorio sacado de la manga por el propio Lovano: su Charlie Chan rindió tributo a Charlie Parker y dejó claro que, en el fondo, todas estas idas y venidas ya estaban contenidas en el bop, territorio por el que se deslizó la mayor parte del concierto. Pero fue en las baladas donde con más solvencia, paradójicamente, se mostraba el quinteto a la hora de decir lo que quería: también el incendio cunde en el matiz y la luz a medio gas, allí donde el cuero apenas es acariciado o directamente se toma un respiro. El fraseo de Lovano en esta cadencia es sencillamente espectacular, templado y pródigo en alcances. Y a Chucho Valdés se le da de maravilla, como demostró, la construcción armónica en las baladas, citando con igual fortuna a Debussy y a Bill Evans, impresionista y barroco con generosidad y oficio, pero siempre limpio y preciso: el suyo es un piano aristotélico para habitar la justa medida.
Se asomaron después a la fiesta Duke Ellington, Thelonius Monk y el propio Charlie Parker, más o menos respetados, en todo caso celebrados allí donde han estado siempre: en el más afrocaribeño de los contratiempos. Para volver calentitos a casa.
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