Innumerables generales han obligado a sus tropas a combatir hasta la extenuación sin calcular las consecuencias
Otra victoria como ésta y volveré solo a casa. Pirro, rey de Épiro, no era un general cualquiera. Cuando pronunció estas palabras, en el año 275 antes de Cristo, era ya uno de los mejores estrategas militares de la Edad Antigua. Esa condición le permitió apreciar con claridad las consecuencias de la batalla de Benevento, donde logró hacer retroceder a las legiones de la República de Roma sólo a costa de perder a sus mejores hombres. Sus enemigos habían aprendido a detener a los elefantes, arma decisiva en muchos de sus triunfos, con flechas incendiarias. Al comprobar que los animales, desorientados y furiosos, aplastaban tanto a sus propios soldados como a los del enemigo, Pirro decidió retirarse, regresar a Épiro con lo que quedaba de su ejército.
Eligió salvar a sus propios hombres al precio de abandonar a sus aliados, aunque esto implicara dejar la Magna Grecia en manos de unos enemigos, los romanos, que jamás habían logrado derrotarle en el campo de batalla. Luego la posteridad fue injusta con él. Su memoria pervive en una expresión —victoria pírrica— que antepone los costes de su último triunfo, un desastre del que no fue culpable, a los motivos que justificaron su retirada. A lo largo de la Historia, antes y después de Pirro, innumerables generales, con muchos menos laureles que los que llegaron a acumularse sobre la cabeza del rey de Épiro, han escogido el camino de su gloria personal por encima de cualquier otra consideración, invocando sus éxitos pasados para obligar a sus tropas a combatir hasta la extenuación, sin calcular las consecuencias. No sé si Susana Díaz conoce esta historia. Debería tenerla en cuenta porque yo diría que, después de otra victoria como ésta, igual le toca volverse sola a casa.
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