Desde Cataluña, periódicamente, también sirven una ración de jarabe a los sureños. El café aquel de la Transición se ha convertido en un ricino con el que de vez en cuando purgan a los andaluces y con el que tratan de abochornarnos, por más que en estas cuestiones el sonrojo debería recaer sobre quienes levantan el baldón y no sobre quienes lo padecen. El sistema autonómico que un día se puso sobre la mesa con la finalidad de que el resto de España no quedase desamparado identitaria y administrativamente con respecto a los autonomías históricas ha derivado no en un baratillo de nacionalismos sino en un sentimiento tribal, en un retroceso a las marcas medievales que azuza la patria chica y que, del mismo modo que inventa diferencias históricas, levanta recelos y muros donde debería haber cohesión.
Edward O. Wilson, el padre de sociobiología, nos dice que las personas necesitan pertenecer a una tribu. Según el sabio norteamericano ese es un recuerdo ancestral, instaurado en nuestros genes en memoria de cuando cazábamos en grupo en las sabanas de África y debíamos enfrentarnos a otras tribus con las que disputar la comida, la supervivencia. Se supone que la civilización tendría que haber ido limando ese mecanismo atávico, dejándolo, según Wilson, en los reductos menos dañinos de las competiciones deportivas, pero no. Ya no se trata de establecer mecanismos compensatorios para que los estamentos más ricos ayuden a los más pobres. La internacionalización, la solidaridad, el humanismo y todo lo que la razón y el civismo han ido celebrando como dolorosas conquistas se arrincona en beneficio de la tribu. De la tribu y del jefe de la tribu, que sabrá proporcionarnos cobijo seguro, alimento, bienestar, sea a costa de la tribu vecina o de lo que sea. Cristina Cifuentes, los soberanistas del Espanya ens roba y otras invenciones no buscan otra cosa que darle purpurina a su trono. Poco importa si lo hacen envueltos en el pellejo sangrante de un bisonte o en un sofisticado abrigo de pieles.
Antonio Soler
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