La política cultural no debe evaluarse sólo por los grandes museos, sino por la calidad de las bibliotecas de barrio
n el tiempo hemos ido desarrollando una ligera aversión a los museos. El primer síntoma de malestar lo percibimos hace años en el antiguo Arqueológico de Madrid, cuando paramos ante un monolito de piedra del Sahara prehistórico, una pieza esencial y elegante que tuvo que ser un punto de referencia geográfico y sagrado en los dilatados horizontes africanos. Allí estaba arrinconada, despojada de su antiguo orgullo para satisfacer la dudosa curiosidad de un público rutinario. La última de las punzadas fue en la Galería Hugh Lane de Dublín, donde se ha reconstruido hasta el mínimo detalle esa pocilga que fue el estudio Francis Bacon, un amasijo de periódicos viejos, botes de pintura, colillas y locura. Un auténtico alarde de museología tan llamativo como banal.
Los museos nacieron con la Revolución Francesa para mostrarle a los ciudadanos lo que se escondía en los salones del Antiguo Régimen y colaborar en la construcción de una cultura nacional unificada. Por su parte, en España, los provinciales de bellas artes fueron el resultado del gran expolio de la desamortización. Sin embargo, desde hace ya mucho tiempo, los museos han dejado de ser centros culturales para convertirse en cebos turísticos, la vaca sagrada del discurso oficial andaluz. Hoy en día, para ver el mérito o demérito cultural de un museo no hay que mirar las cifras de visitas, ni siquiera las piezas que atesora, sino la actividad que despliega a su alrededor: las investigaciones que impulsa, la labor divulgativa en colegios y colectivos con poco acceso a la cultura, la calidad y oportunidad de sus exposiciones temporales, los programas de conferencias, etcétera. ¿Quieren un ejemplo? El Museo de Bellas Artes de Bilbao, un gigante al lado de ese objeto estridente que es el Guggenheim.
Málaga acaba de inaugurar el Museo de la Aduana y eso, más allá de los discursos cainitas y cazurros, sólo puede ser una buena noticia para el conjunto de Andalucía. El tiempo dirá si estamos ante el nacimiento de una institución cultura viva -la movilización social de los malagueños hace concebir esperanzas- o ante una simple operación de prestigio turístico, de esas que se acometen cuando se duda qué hacer. La política cultural no debe evaluarse sólo por los grandes museos, sino por la cantidad y calidad de las bibliotecas de barrio, por los pequeños teatros, por las galerías privadas de arte, por todo eso que se llama "el tejido cultural" y que no suele interesar al turismo masivo. En eso, nos tememos, Andalucía sigue suspendiendo.
Luís Sánchez-Molín
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