Sí, temo que con la edad pueda convertirme en un cascarrabias. No en un cascarrabias que se ríe de sí mismo como antídoto para intentar espantar a la muerte, sino en un cascarrabias cínico y guardián de las esencias.
Con un bote de ansiolíticos y una cadera pocha crucé el pasado año el rubicón de los 40, esa edad en la que se supone que hay mirar hacia atrás y hacer balance de lo vivido para tomar impulso hacia lo que llaman madurez y que no se sabe muy bien qué es. No soy especialmente partidario de visitar el peligroso parque de atracciones de Conócete A Ti Mismo: conocerse a uno mismo no trae más que problemas y… ¿quién de verdad no se conoce a sí mismo a estas alturas? Si tengo que elegir, prefiero la siesta a la terapia. Es más barata.
Y sin embargo desde hace un tiempo empiezo a notar una perturbación en la Fuerza que me preocupa. Ocurre de repente, de forma involuntaria. En el cumpleaños de algún crío se habla de que ya no se trabaja como antes y que ahora lo primero que quieren saber es a qué hora se sale del trabajo, y los políticos, madre mía, los políticos antes eran unos tipos serios, no este desmadre de la tele, y además son todos unos ladrones, y ese sobrino que ha pencado cinco y pasa de todo, solo piensa en salir los fines de semana y llega a las mil a casa y... Y ahí estoy yo, en silencio, hasta que me sumo con entusiasmo a la orgía de los lamentos: "¿Pero a esas horas qué hay abierto? ¡En qué tugurios andarán!".
Esto es más viejo que Sócrates –"los jóvenes hoy en día son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su comida y le faltan el respeto a sus maestros"–, pero no deja de ser patético –y adictivo y reconfortante– que para justificar cierto sentido a nuestra existencia tengamos que arremeter por defecto contra los que vienen por detrás, contra las nuevas expresiones políticas y culturales, contra las nuevas formas de relacionarse, contra todo lo que no sea nuestro pasado criogenizado en una nostalgia perfecta. Y falsa.
Sí, temo que con la edad pueda convertirme en un cascarrabias. No en un cascarrabias que se ríe de sí mismo como antídoto para intentar espantar a la muerte, sino en un cascarrabias cínico y guardián de las esencias. Y que empiece a odiar a los ciclistas, las peatonalizaciones, los niños y los padres de los niños, y la gente que te pide que le saques una foto, y que, tal y como escribió Carlos Prieto, la vida me parezca una conspiración urbana contra mi persona.
Y temo que del cabreo pase al cinismo, y me convierta en ese tipo de gente que se mofa del esfuerzo sincero de quienes quieren mejorar sus barrios, sus colegios, el mundo, y los llama "buenistas" porque se siente orgullloso de explicar que los seres humanos somos una pandilla de malnacidos y que todo empeño por cambiar las cosas es baldío, y tú no has olido el gélido aliento de la muerte, la bala que te mata es la que no oyes, bla, bla, bla.
Y temo que, como ha ocurrido esta semana, un día escriba en mi columna que ya no voy al teatro porque me he convertido en un señor amargado o me premien por escribir que la gente no le echa cojones como antes y los refugiados se nos van a comer como los bárbaros a los romanos.
En definitiva, temo convertirme en Pérez-Reverte o Javier Marías. Lagarto, lagarto.
Iker Armentia
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