El sueño anual de que entremos en un nuevo año sin violencia ya no se disfruta en ningún lecho. La experiencia demuestra que un mundo sin guerras y unas sociedades en paz son utopías. Lo mismo que una utopía es que los desastres naturales -terremotos, tifones, tsunamis.- no vuelvan a sacudir por algún lado y a traer desgracias gigantescas. Es fácil, habitual y de buena educación, expresar un deseo para el buen año a sabiendas de que no se va a ver cumplido. Pero sí es reconfortante ver que las ideas de buena convivencia y mejores deseos son compartidas.
Entretanto, al margen de cortesías, ilusiones necesarias, propósitos de enmendar errores y emprender iniciativas olvidadas, para las que nunca será tarde, 2017 nos brinda de partida la curiosidad morbosa, y no por morbosa menos inquietante, de lo que hará Donald Trump cuando pise el Despacho Oval y empiece a firmar órdenes ejecutivas. Un nuevo presidente de los Estados Unidos nunca asume el cargo sin despertar atención, esperanza y preocupación. Pero el caso de Trump, su personalidad esperpéntica, sus promesas estremecedoras y las maneras que apuntó durante este periodo de espera se sobreponen a las demás preocupaciones.
Con Trump a la cabeza del mundo, administrando la paz y desafinando la convivencia, todo será posible: hasta que su temperamento se metaforsee -Dios lo quiera- en un político sensato, capaz de refrenar sus impulsos y de mirar al horizonte con serenidad. Sería la gran sorpresa, la sorpresa deseable, pero la sorpresa que nadie espera. La convicción general es que 2017 será el año de Trump, sorprendiendo cada día con algún despropósito y manteniendo en vilo a unas sociedades que lo que menos necesitan son sustos y bravatas.
Diego Carcedo.
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