Imaginen que, ante una previsión de ola de frío, y en pleno mes de enero, Donald Trump decidiese tapiar los refugios urbanos donde las personas sin hogar buscan cobijo cada noche en Estados Unidos. Imaginen que Trump justificase la medida por la propia seguridad de los sin techo ante las bajas temperaturas y a modo de sugestión para que los afectados acudiesen a los hogares y centros habilitados ad hoc. No es difícil aventurar la respuesta que emitiría buena parte de la opinión pública, ni las denuncias por insensibilidad social, ni las referencias a Trump como agente maléfico y nocivo. De Trump, sospecho, podemos esperar cosas peores.
Pero no es en EEUU donde ha sucedido esto, sino en Málaga, donde el Ayuntamiento decidió hace unos días tapiar el viejo acceso del cine Astoria para impedir que en la recachita pasaran la noche los desamparados que se dejaban ver por allí con sus perros. Donald Trump ha venido como anillo al dedo a quienes gustan de tirarse de los pelos ante las injusticias cuando éstas ocurren lejos, pero no resulta difícil encontrarle émulos bien cerquita. Hay quien ha comparado el asunto con el cierre a cal y canto del local del colindante cine Victoria, pero si de ponernos exquisitos se trata habría que concluir que las personas que pasaban la noche en la escalinata del Astoria no hacían más que estar allí y que el riesgo que corrían respecto a la ruina del edificio, aún existiendo, era mucho menor. Otra cosa es que estorbaran, que no ofrecieran la mejor estampa a los turistas o que ejercieran un contraste demasiado underground con la Casa Natal de Picasso. Es evidente que la escalinata de un cine en ruinas no debería servir de aposento a nadie, pero también que tapiar el hueco sin más es una mala decisión política, un mero trasladar el problema a otra parte. Si se quiere proteger a las personas, incluso de sí mismas, hay mecanismos, pero su puesta en funcionamiento pasa por conocer a las mismas personas y tratarlas como a tales; si lo que se quiere es preservar a toda costa la dichosa Ciudad del Paraíso, entonces sí, se hizo lo correcto.
Tal y como contaba un voluntario de Cruz Roja en un reportaje publicado por mi compañera Celina Clavijo ayer en este periódico, cunde por lo general un desconocimiento abrumador de las razones por las que algunas personas se niegan a pasar la noche en un hogar de acogida, ya sea de titularidad municipal o vinculado a la caridad. El comentario de barra de bar que considera a estossin techo culpables de su desdicha por no acudir a los canales de asistencia establecidos se emite desde la ignorancia de que muchos de quienes están en la calle son trabajadores, empresarios, universitarios, artistas, profesionales de la más diversa índole y, en fin, gente que creyó contar con las seguridades suficientes y a los que los reveses más inesperados (existen: la muerte a destiempo de un avalista, una deuda desconocida, una traumática ruptura sentimental) condujeron al otro extremo de la escala. Para estas personas, acudir a un centro de acogida implica aceptar que son lo que se niegan a ser. Por eso es improbable que vayan. Si el prejuicio se quedara en la barra del bar, no habría nada que temer. Pero si se asienta en una política municipal que levanta una tapia y se lava las manos, entonces hay un problema. Y no pequeño.
Pablo Bujalance
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