A sus cerca de 80 años, Lindsay Kemp (Cheshire, 1938) considera "un milagro seguir bailando. Pero la vida en sí es un milagro". Bailarín, actor, director de ópera, fiel aliado de Shakespeare y mimo formado junto a Marcel Marceau, Kemp empezó a trabajar a finales de los 50 pero se convirtió en una figura imprescindible en los 70, gracias a su espectáculo Flowers y a la puesta en escena de la gira del Ziggy Stardust de David Bowie. El artista, que formó su propia compañía en los 60, y que reside actualmente en Italia, ha visitado Málaga en diversas ocasiones. La última, hace cosa de una década, fue como director de un montaje que se programó en la temporada lírica del Cervantes de Las reinas de las hadas de Purcell. Este domingo 29 a las 19:00 volverá al mismo teatro, ya en escena junto a otros cuatro intérpretes, con Kemp Dances. Inventos y reencarnaciones, espectáculo que reúne viejas y nuevas coreografías y que se incluye en el Festival de Teatro.
-El pasado domingo, el escritor Javier Marías publicó en El País un
artículo en el que explicaba las razones por las que no va al teatro. Y
lamentaba que los directores se tomen tantas libertades con
Shakespeare, lo que a él le resulta intolerable. Criticaba sobre todo la
tendencia a poner a actrices a interpretar papeles masculinos. ¿Qué
opina usted?
-Es cierto que se cometen
abusos. Especialmente en la ópera, que es un medio que conozco bien.
Cuando he dirigido óperas nunca he intentado ser original. Picasso dijo
que si somos originales es por accidente, y yo me atengo a eso. Pero hay
directores que con tal de superar todos los límites llegan a destruir
las obras. Ahora bien, en el teatro, y más si hablamos de Shakespeare,
se trata de jugar. No desapruebo, por ejemplo, que las mujeres
interpreten papeles masculinos. Creo que no hay nada que objetarle a
Nuria Espert cuando hace de Rey Lear. Yo la vi haciendo de Próspero y
fue un trabajo espectacular. En su momento, hasta Sarah Bernhardt hizo
de Hamlet. Hay toda una tradición de actrices que han interpretado
papeles masculinos sólo en Shakespeare. Pero es que en el fondo da lo
mismo, se trata de actuar, de ser otro. No comparto la corrección
política que exige que el actor que interpreta a Otelo sea siempre
negro. La interpretación es un asunto proteico, se trata de cambiar en
muchas direcciones, de vestirse con todas las prendas, y esto es lo que
disfruta el público. Recuerda que en Inglaterra las mujeres no pudieron
trabajar como actrices hasta la Restauración, así que en Shakespeare ya
había una confusión de géneros inevitable. Personalmente, prefiero que
los hombres hagan de hombres y las mujeres hagan de mujeres, pero esto
es sólo una predilección personal.
-De hecho, usted hizo de reina Gertrudis en una producción de Hamlet para la BBC.
-Claro.
Es verdad que me siento más cerca de una manera tradicional de hacer
teatro, pero eso no quiere decir que no pueda hacer de ángel y de
demonio, de hombre y de mujer, de criminal y de víctima. Soy actor. Es
mi trabajo. El trabajo de un poeta.
-¿Sería mejor para el teatro que pudiera meterse en internet?
-El teatro ya está en internet, ¿no?
-Me refiero a la experiencia.
-El
teatro tienes que ir a olerlo, a sentirlo. Tienes que ser testigo de
esa vida que sucede en el escenario. Y sentir el peligro y el riesgo que
cualquier actividad escénica implica. Grabar una obra en vídeo y
colgarla en internet puede ser útil, puede servir de promoción y atraer
más público; eso sí, también puede tener efectos contrarios, como cuando
a comienzos del siglo XX mucha gente dejó de ir al teatro tras la
aparición del cine, que es más barato y más cómodo.
-¿Pero no es a veces el teatro el peor enemigo del teatro?
-Por
supuesto. La verdad es que cada vez voy menos, pero procuro ir de vez
en cuando a ver obras de Shakespeare y cosas así. Y lo que encuentro a
menudo es aburrido. Muy aburrido. No hay magia. No me gusta generalizar
porque hay excepciones, pero desde hace ya tiempo quienes hacen danza
contemporánea, por ejemplo, parecen bailar sólo para sí mismos. No hay
ningún tipo de conexión con el público. Hemos perdido aquellos grandes
fenómenos del baile como Argentinita o Lola Flores.
-Eso sí que era poder.
-Oh, por Dios, sí. La veías y te cambiaba la vida.
-Usted dice que su material de trabajo es el silencio. ¿Las palabras no sirven para decir lo verdaderamente importante?
-Así es.
-¿Fue Shakespeare quien más cerca estuvo de decirlo?
-Es
que Shakespeare fue algo excepcional, único. Él sí tuvo las palabras.
Pero yo no las tengo, así que recurro al silencio. Soy un poeta del
silencio. Y así pueden comprenderme lo mismo españoles que italianos,
alemanes o ingleses. Procuro que mis gestos sean elocuentes. Que sean
verdad. En mis gestos no miento. Intento siempre que todo lo que suceda
en el escenario sea verdad. Aunque no siempre lo consigo. A veces tengo
la impresión de que el público no ha llegado a comprender lo que quería
decir. Eso no le pasaba a Shakespeare, ni a Lorca. Ellos sí sabían cómo
significar siempre. Su elocuencia es absoluta.
-¿Esa verdad en escena ha podido hacerle daño alguna vez?
-No,
no creo. Siempre estoy detrás del personaje. No me siento incómodo en
el escenario. Si acaso, me siento incómodo en las horas y los días
previos a una actuación. Me invaden los nervios. Hay una alquimia
extraña en todo esto, nunca sabes si vas a tener éxito en una función o
no. A veces el espectador y el artista conectan, otras no lo hacen en
absoluto. Y unas veces lo hago bien y otras no.
-¿De verdad le pueden los nervios después de tantos años?
-No
son nervios, es terror. Sufro pánico escénico. Aunque sospecho que en
el fondo se trata de miedo a decepcionar al público. Cuando una noche no
decepciono a la gente, procuro recordarlo al día siguiente. Eso me
ayuda. Pero preferiría no sentir ese miedo que me asalta nada más coger
el ascensor del hotel para ir al teatro.
-¿Echa de menos la espontaneidad del público de otras épocas?
-Sí,
en los tiempos de Shakespeare el público gritaba, saltaba, silbaba,
jaleaba. Eso se ha perdido. Yo tengo la suerte de que en mis
espectáculos el público suele responder de manera elocuente, pero no
siempre es así. En España me llama la atención que a veces el público
cambia mucho de una ciudad a otra. La semana pasada, en el Norte,
actuamos en un teatro y el público rompió en aplausos varias veces
durante la función; pero al día siguiente fuimos a otra ciudad y todo
transcurrió en el más absoluto silencio. La verdad es que sin una
reacción espontánea del público me siento bastante frustrado. Pero
cuando esa reacción ocurre es como un sueño. Eso sí, es un sueño corto.
Cuando termina la función voy a un pub, me tomo una cerveza, luego voy a
casa o al hotel y me meto en la cama. A la mañana siguiente vuelvo a
estar frito de miedo.
-Eso suena a rutina laboral.
-No,
no es trabajo. Es mi vida. Y es algo peligroso. Como en el rock and
roll, los actores y bailarines vivimos constantemente de manera
peligrosa. Procuramos mantener el equilibrio y a veces nos caemos. Pero
sin ese riesgo la existencia sería demasiado aburrida. Como un viaje en
tren en el que sólo estás deseando llegar.
-¿Considera posible la aparición de un fenómeno similar a David Bowie en estos tiempos?
-Sí,
podría ser, por qué no. El arte es de por sí optimista. Lo que pasa es
que hoy día no veo a nadie que tenga la fuerza, el carisma, el talento,
la belleza ni la originalidad de David Bowie. Dios sabe cuánto me
gustaría encontrar a un nuevo Bowie. Y tal vez esté por ahí y nadie lo
haya encontrado aún. Los productores musicales de hoy no arriesgan. Lo
mismo sucede con los actores y bailarines. Estoy seguro de que tiene que
haber auténticos animales de escena, pero ¿dónde se han metido? A lo
largo de mi carrera he perdido en mi compañía a bailarines valiosísimos y
me ha sido imposible reemplazarlos. ¿Dónde están los monstruos sagrados
de la escena?
-¿Qué le parece el Brexit?
-Que menos mal que me fui a tiempo de Inglaterra. Huí y no pienso volver. ¿Qué puedo decir de alguien como Theresa May?
Pablo Bujalance
Málaga Hoy
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