Podríamos empezar empleando esa frase tan manoseada de que «todo cambia para que todo siga igual» porque a pesar de que en esta edición el Festival de Málaga ha modificado sus propias entrañas para convertirse en un certamen de cine en español, hay algunas cosas que resultan idénticas a la de anteriores ediciones, lo cual por otra parte es una buena noticia. Mantener nuestra identidad es imprescindible para la supervivencia, y si hay algo que define a este certamen es su alfombra roja, que pese a haber tenido algunos días flojos sigue manifestando su poderío patrio y su capacidad para subir el ego a nuestros actores. También ha habido fiestas, puede que no tantas como cuando este festival podía permitirse ofrecer una interminable barra libre, pero las ha habido, y bien finas.
En algunos aspectos, el Festival de Málaga continúa su empeño en no hacer concesiones a la piedad en una programación que está mancillada por el exceso. Si la calidad ha sido mejor o peor que otros años es algo que deben confirmar mis compañeros críticos y periodistas, de quienes me compadezco enormemente al igual que de los miembros del jurado y en general de todos aquellos seres humanos que se han visto obligados por cualquier motivo, con ganas o sin ellas, a tragarse hasta tres largometrajes diarios de la Sección Oficial, muchos de ellos a las nueve de la mañana, y eso sin contar cortos, documentales y otras secciones secundarias que trufan la programación. Puede que la cantidad no sea por sí misma objeto de reproche. A fin de cuentas, estamos en un festival y lo malagueño también se caracteriza a veces por nuestra propia exageración.
Sin embargo, si hay algo que mantiene una asombrosa sensación de ‘café para todos’ es la ingente cantidad de premios que se dan todos los años en este certamen: más de 60 biznagas. Es cierto que este año la sección de cine latino ha quedado absorbida por la oficial, pero nos siguen quedando otras categorías y más cosas que premiar, tantas que dentro de unas pocas ediciones los premiados en el Festival de Málaga se contarán por miles, y esto no es exageración malagueña, solamente se trata de hacer cuentas. Se dan premios a los cortometrajes, a los documentales, a la sección de animación, a la Zona Zine. Hay jurados de todo tipo de gremios y de pelaje. También se otorga un buen puñado de galardones en la gala Málaga Cinema, donde la atmósfera de autocomplacencia y las ganas de quedar bien con todo el mundo se nivelan gracias a que, en fin, estamos en un certamen que se sustenta en gran medida gracias al dinero de los malagueños así que ¿por qué no invitarnos también a esta comilona de premios? Luego están los que sin duda son desde hace muchos años mis favoritos, Defendiendo los derechos de la mujer. Como ya hemos dicho de todo a este respecto, en esta crónica haremos una petición de coherencia: que desde una idéntica postura feminista se acabe de una vez por todas con el premio Belleza Comprometida que da una marca de cosméticos, o al menos que esta singular condecoración pueda recaer en futuras ediciones a los hombres, quienes también tienen la posibilidad sobrehumana de ser bellos y comprometidos al mismo tiempo. Y también se maquillan.
Uno de los grandes placeres de llevar este festival debe ser elegir a quién se premia, y ya hemos advertido en anteriores ediciones que en el cine español se nos estaba quedando sin gente a la darle uno de nuestros míticos galardones honoríficos. Quizá por ello asaltemos ahora toda Latinoamérica a golpe de bizgana. Ha causado sorpresa que la biznaga a la mejor película se duplique según su nacionalidad, suponemos que para librarnos del peligro de que cada año el festival de cine en español lo gane una película extranjera. Y hoy, día de cierre de esta vigésima edición que ya ha hecho historia, le daremos la Biznaga de Oro Honorífica a Antonio Banderas y aquí no podemos poner ni una sola objeción porque todos los premios que le demos a Antonio no serán suficientes para agradecerle lo mucho que nos quiere y todas las cosas buenas que ha hecho por nuestra bendita ciudad.
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