domingo, 2 de abril de 2017

Genio ... por Antonio Soler

Por algunos rincones del planeta no deja de bombear con un latido saludable -siniestramente saludable- aquello que Hannah Arendt vino a definir como la banalidad del mal. A consecuencia de su clarividente 'Eichmann en Jerusalén' Arendt sufrió la persecución intelectual y política de la ortodoxia judía, que no llegó a entender el calado de su denuncia. El verdadero mal no era una cuestión de sádicos sino de seres anodinos y funcionariales, cumplidores estrictos de un deber perverso que en ningún momento se preguntaban por las consecuencias de sus actos.

Hannah Arendt dejó establecido un panorama en el que lo más profundo del ser humano se combinaba con lo más trivial, un retrato en el que las categorías clásicas se conectaban subterráneamente. Podríamos decir que los compartimentos estancos dejaron de existir. Y esa confusión, que en tiempos de crisis se hace aún más difusa, es extrapolable a todos los ámbitos. Fernando Savater abundaba en esa cuestión en el documental 'Queridísimos intelectuales'. Allí, el filósofo exponía cómo en tiempos de crisis o decadencia de valores, lo superfluo se encumbra y lo banal ocupa un primer plano. No la banalidad del mal, sino simplemente lo banal, lo trivial. Ironizaba Savater diciendo que en esos periodos históricos -en la decadencia de Roma o ahora mismo-, comer lengua de colibrí aromatizada con esencia de jengibre o cualquier otra ridiculez elevaba al degustador al más alto rango de la sofisticación, a la cima de la pirámide social.

Y en eso andamos. Mientras una parte del planeta sucumbe a la banalidad del mal, la otra se envuelve en la simple banalidad. El zarandeo de la última crisis no ha supuesto un rearme de los valores más sólidos del ser humano, o al menos aún no ha aflorado mayoritariamente ese resurgimiento, sino que en esta ceremonia de la confusión siguen siendo los sastres, los cocineros y los diseñadores los gurús de la civilización. Y algunos de ellos se lo creen. Están convencidos de ser la nueva encarnación de Leonardo da Vinci, Einstein o Platón. Son los nuevos genios. Sólo que en vez de situar al hombre en el centro de la filosofía, de la ciencia o del arte a través del pensamiento lo hacen cortando una falda, cocinando un conejo o diseñando una cafetera. Y por lo visto ahí, en la puntada con el hilo de seda sobre el tejido de cáñamo o en el guiso revolucionario de la sardina está la punta de flecha de nuestra civilización. Así, arrebatado por esa genialidad que no deja de perseguirlo -como cuando lo vimos retratado ante una kilométrica ecuación matemática-, nos decía ayer Ferrán Adrià que él lo único que hace es preguntarse el porqué de las cosas. Aristóteles, Hegel, Kant han venido a desembocar en los pucheros. Leyendo esas cosas uno recuerda aquellas palabras de Thomas Mann: «La demencia en combinación con la sensatez hacen al genio». Sí. Solo que en demasiados casos la dosis de demencia o chaladura es excesiva. Y lo peor: como ocurrió con aquello que Arent denunciaba, es colectiva. Y contagiosa.

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