Es el mecanismo de la desgracia, la dinámica que cultiva la desdicha en los desdichados. El niño al que pegan en el patio del colegio le quita importancia. La niña de la que se ríen porque está gorda piensa que es natural. La mujer maltratada se convence de que merece los golpes porque todo lo hace mal. El trabajador explotado cree que podría trabajar más horas, ser más productivo, y se siente culpable de su explotación. La tentación de normalizar lo anormal para ir tirando, para maquillar las cicatrices, para esquivar las crisis, produce una monstruosa espiral de sufrimiento, un círculo vicioso que acaba devorando a sus víctimas si no se corta de un tajo a tiempo.
Esa es también la desgracia de España, un país que ya no puede seguir normalizando las enormidades que conocemos a diario. Hay que decirlo con claridad. Que un fiscal de Anticorrupción trapichee con sus subordinados, ofreciéndoles autorizar un registro a cambio de que renuncien a calificar a un delincuente como miembro de una organización criminal, no es normal. Que un director de periódico se ofrezca a fabricar noticias falsas contra un Gobierno autonómico para favorecer a un amigo implicado en un caso de corrupción, no es normal. Que el presidente del Gobierno de la nación sea convocado como testigo en una causa contra la financiación ilegal de su partido, no es normal. Que los responsables de las empresas públicas las utilicen de forma sistemática como patrimonio para especular y forrarse, no es normal. Ya ha pasado el tiempo de resguardarse, taparse la cabeza y esperar a que amaine el temporal. En España, hoy, sólo queda una raya y ni siquiera es roja. Es tan negra como el desprestigio de sus instituciones, un fenómeno que, desde luego, no es normal.
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