El verbo es amar. Más allá de la cursilería, del énfasis a veces desmesurado que se le da a esa palabra, ese es el verbo justo a emplear en esta ocasión. Y así, de ese modo intenso pero despojado de sentimentalismo barato, puedo decir que amo los largos atardeceres de Cadaqués en verano y sus calles vacías en invierno, la Riba Pitxot, el Crostonet, que amo y he amado los paseos por el cabo de Creus, caminar por el extremo más oriental de la península Ibérica viendo la línea de Francia, sentarme en la cala reducida que Buñuel usó en ‘La edad de oro’. He caminado por ese paisaje lunar y he caminado por el laberinto mágico de la ciudad de Gerona. He amanecido en alguna masía de ensueño en el alto Empordà. He estado emocionado en el Nou Camp hasta decir basta o, exactamente, antes de decir basta. Poco o mucho, literariamente soy lo que soy gracias a mi trabajo con los editores catalanes y a su generosidad.
He caminado por los valles de Lérida, por el campus tarragonés de la universidad Rovira i Virgili, por las calles altas del barrio de Gràcia. Uno de mis mayores referentes literarios fue y es Juan Marsé y, antes de tratarlo, subí las empinadas calles del Monte Carmelo en busca de sus héroes malditos, desde el Pijoaparte a los anarquistas derrotados, esos «hombres de hierro forjados en tantas batallas» que soñaban como niños. He pasado noches interminables en el Café Salambó, he recorrido el laberinto del Raval antes de las invasiones turísticas, he llegado por tierra y mar, y casi por los aires, a Port Lligart. Seguí sobrecogido hasta la frontera francesa la ruta del Ejército de Cataluña en febrero del 38. Desde hace casi medio siglo llevo colgada del cuello una imagen de la Moreneta a modo de homenaje a los años barceloneses de mi hermano y de ese mundo mítico y amado –Montjuic, Tibidabo, Paralelo–, que para mí es y siempre ha sido Cataluña. Al salir del Giardinetto he vagado de madrugada por las calles desiertas de la ciudad en dirección a no sé cuántos hoteles o casas de amigos. Desde las pensiones más oscuras al Ritz esa ha sido mi casa y también un trozo indispensable de mi biografía. He llevado no sé cuántos años la rosa, la espiga y el libro envueltos por una cinta con la senyera por las calles de sant Jordi. He desentrañado libros escritos en catalán para a mi vez escribir sobre Cataluña. Siempre lamentaré que no se le concediese el Cervantes a Josep Pla o que Antonio Rabinad no fuese un puntal entre los escritores de su generación. Y así podría llenar todas las páginas de este periódico para al final acabar del mismo modo. Denunciando la trampa que lo declara a uno ajeno o enemigo de todo eso solo por creer, y creerlo firmemente, que nacionalismo y enfermedad son la misma cosa. Y que para entenderlo sólo hay que ver la historia de Europa. Desde sus orígenes hasta 1945.
Antonio Soler
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