La barbarie franquista hizo un daño que fue mucho más allá de los crímenes de guerra, la represión brutal de los años posteriores a la contienda y la falta de libertad mantenida hasta su último suspiro. La barbarie de la dictadura hay que tomarla al pie de la letra en cuanto supuso la devastación de la cultura y el sostenimiento de una pseudo cultura oficial a través de la cual, como la hierba silvestre crece en los jardines, la creación furtiva fue asomando sus tallos más allá de la poda institucional. Apenas repuestos de la cartilla de racionamiento y a rebufo del bienestar europeo, nos apuntamos a una modernidad de cartón piedra que consistía en derribar todo lo que sonara a viejo y edificar colmenas, cajas de zapatos verticales, donde la ciudadanía podía disfrutar de esa supuesta vanguardia encajonados en pisitos con paredes de papel y saliendo de paseo a lomos de un seiscientos.
Málaga, con su crecimiento de aluvión, padeció especialmente esa epidemia falsamente modernista bajo la cual se escondía una considerable voracidad especulativa. El símbolo máximo de todo ese disparate fue construir la casa de la cultura sobre el Teatro Romano. Una metáfora tan directa y burda que más que metáfora parecía un chiste ideado por los opositores a ese régimen de brutos avarientos. Recuperados de aquella cadena de esperpentos, el péndulo viajó hacia el otro extremo y la fiebre del conservacionismo se apoderó de nosotros. Del mismo modo que antes cualquier edificio con quinientos años de antigüedad sonaba a viejo y podía convertirse en carne de demolición, ahora cualquier inmueble con más de cincuenta años es susceptible de ser convertido en una reliquia intocable.
La santa tradición es la diosa a venerar. El contenido de la tradición es lo de menos. Lo que importa es que se haya mantenido en el tiempo más allá de de unas cuantas décadas. Si es un error sostenido o un hallazgo es lo de menos. La cuestión básica reside en su fecha de nacimiento y en su inmutabilidad. Y por ese camino llegamos a la inconclusa Catedral. La carencia de una torre y su leyenda liberal podrían considerarse un atractivo romántico añadido a la personalidad del monumento. La finalización de esa torre siguiendo los planos originales podría dar lugar a un amplio debate. Pero que la cubierta del templo o el remate de su frontón o de la balaustrada de la fachada principal no se concluyan en honor a la tradición y los dictados sagrados de una acumulación de años de inoperancia parece tan raro como sepultar medio teatro romano en beneficio de la cultura. Se supone que las goteras que aparecen cuando el cielo descarga una lluvia medianamente abundante deben ser consideradas también arte, tradición. Algo que una cubierta decente cortaría de raíz privándonos de esa manifestación cultural que con el tiempo necesario quizás acabe convertida en estalactitas. Una peculiar teoría inmovilista que de seguir así acabará por convertirnos en una verdadera ciudad manca. Y, a ser posible, coja.
Antonio Soler
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