Nunca he admirado más a unos futbolistas que aquellos que vi cuando tenía pantalones cortos, al igual que ellos. Eran malísimos, por supuesto, pero me parecían admirables. No hay Alzheimer me pueda olvidar la alineación: Pedrín, Chales, Juanele, Junco, Salazar,… Entonces el dinero no lo era todo y quizá por eso las cosas quedaban en nada, pero no podía afectar a mis sentimientos. ¿Qué me importa que ahora se juegue infinitamente mejor? Ya sé que a los héroes de Amberes les ganaría holgadamente cualquier equipo de Segunda B, y que hoy, el legendario Pichichi no podría ganar, de ninguna manera, el trofeo “Pichichi". Hablo de emociones y yo no me he emocionado tanto como en aquellos partidos. La técnica era otra, o no era ninguna, y la estatura media de los jugadores también era otra. Si ahora se enfrentaran, en el túnel del tiempo, que quizá sea como el túnel de vestuarios, aquellos futbolistas con los de hoy, creerían que jugaban contra dos equipos de baloncesto, pero la emoción párvula de entonces no he vuelto a experimentarla y la emoción es todo en fútbol. La prueba es que es el único espectáculo del mundo donde, si las cosas van bien, la gente que ha pagado pide la hora para que finalice. Nadie hace lo mismo en la ópera, por ejemplo, por muy bien que se haya cantado el primer acto.
No había tarjetas, ni amarillas ni rojas, y como no estaban autorizados los cambios, podía darse “el gol cojo". Tenían tanta moral que no era extraño, cuando jugaban fuera de casa, que se trajeran prisioneros. Llevo unos sesenta años viendo fútbol, cada vez de mejor calidad, y todos los partidos que he presenciado podían haber concluido con otro marcador. Eso es lo único que no ha cambiado. Eso y otra cosa: cuando un jugador discute con el árbitro, nunca el que resulta expulsado es el árbitro. Lo que sí ha cambiado es el tamaño de las porterías, aunque sigan siendo idénticas sus medidas. El niño que fuimos es la medida de todas las cosas.
(Manuel Alcántara, AEHCOS 1999)
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