Ya no queda margen para seguir mareando la perdiz. Ya no vale estirar el cuento de una independencia cuántica, que es y no es según convenga, para eludir la confrontación con la cruda realidad de un orden constitucional que se acata o se desacata, con consecuencias muy diversas en un caso y en otro. Después de dejarle actuar durante meses, después de permitirle rebelarse gratis durante semanas, la carta del gobierno a Puigdemont le ha puesto en el dilema de ser un insurgente o un interlocutor que respeta las reglas del juego y de la conversación, y nada a medio camino. El president ha respondido en primera instancia como cabía esperar de él, con cuatro folios embrollados, opacos y voluntaristas. Con ellos pretende alargar unos días la ceremonia de la confusión que le ayuda, o eso cree, a sobrevivir ante el adversario y sobre todo ante sus impacientes y nada indulgentes aliados. Podrá valerse del truco hasta el jueves, cuando sonará al fin la hora y su carroza se convertirá en calabaza.
Hay muchos signos que hacen ver que el independentismo y quienes le han prestado servicios se saben en una fase diferente, en la que las cosas empezarán a suceder de verdad. Para muestra, esa llegada a la Audiencia Nacional del major de los Mossos, Josep Lluís Trapero, escoltado como el otro día por dos adláteres pero en esta ocasión los tres de paisano, en lugar de hacer ostentación de un uniforme del que no son propietarios y que no está imputado por delito alguno: la responsabilidad penal, si se acaba probando, no es de una institución, sino de aquellos de sus miembros que no cumplieron con su deber. Aunque le haya costado desperezarse, el Estado de derecho se ha puesto serio y la seriedad es algo que se percibe y de lo que se toma nota en seguida, por mucho que se intente fanfarronear y aun provocar de cara a la galería. Puede Puigdemont en sus pronunciamientos perseverar en esa peregrina oferta de diálogo a los solos efectos de bendecir la independencia ya decidida por los suyos ignorando a la mitad de los catalanes; pero en el fondo de su corazón sabe que el tiempo se le acaba y que de aquí al jueves le tocará decidir con quién queda mal para siempre. Y pagar el precio.
Tendrá la tentación de hacerles un último desplante a los catalanes que no le votaron y al resto de los españoles. Sería la solución fácil, la que le dicta la inercia de un movimiento que en mala hora se avino a encabezar, y la que le ahorraría el desaire de ser vilipendiado por quienes hasta aquí lo sostuvieron. Ojalá se le invite, y se deje convencer, para correr un riesgo mayor y prestar a los suyos el servicio de no hundir su nave, aunque sea aceptando el puente que le tiende su oponente. Y ojalá este, si eso sucede, sepa mostrar la generosidad que corresponde.
Lorenzo Silva
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