Se corre el grave riesgo de que se vuelva de nuevo a la dialéctica de la división permanente
De nuevo, los halcones han vencido a las palomas. Los principios de la incuestionable unidad territorial por un lado y el derecho a decidir -como definición eufemística del derecho a la autodeterminación-por otro, han impedido que las apuestas por la búsqueda de fórmulas menos traumáticas y más pacíficas tuvieran éxito. Ante tanta tensión emocional, ante tanta manifestación rojo y gualda, estelada o no estelada, era difícil que los gestos de banderas blancas tuvieran su oportunidad. Los razonamientos se han convertido en trincheras infranqueables que han impedido avanzar en fórmulas de acuerdo que permitieran orillar el mundo de los principios inamovibles y caminar por acuerdos intermedios, alejadas de certezas casi dogmáticas. No se trataba del buenismo infantil de pensar que el diálogo es la receta imbatible ante cualquier desencuentro o discusión. Se trataba de encontrar caminos negociados de convivencia sin exigir claudicaciones vergonzantes ni imposiciones. No se quiso o no se pudo, y ahora sectores de uno y otro lado, que desde el principio solo vieron en el enfrentamiento más descarnado la solución del problema o la situación más beneficiosa, se sentirán felices y victoriosos. Enhorabuena.
Y la izquierda española, que en estos debates nacionalistas siempre se encontró incómoda, al final, con más o menos resistencia inicial, ha buscado refugio en alguna de las dos alternativas excluyentes. Al PSOE, como era previsible, no le quedó más remedio que claudicar de sus intentos de mediación y tomar partido por la defensa del orden constitucional y la cohesión territorial. Está en su ADN y en su historia. Y Podemos, en un intento de contentar a todos y encontrar un nuevo espacio político, después de alguna fractura y desencuentro, optó por la propuesta más simple y vendible, donde los eslóganes fluyen con mayor impacto, y abrazó el derecho a decidir como única bandera. También era esperable. Y así ya todo el mundo está a cubierto, a resguardo de confortables dogmas.
Pero para que la derrota no parezca tan completa, ni la frustración tan absoluta ahora se ha construído precipitadamente la esperanza de unas nuevas elecciones. Es el último recurso pero no parece que en el actual estado emocional, con la fractura social en su estado más agrio y las heridas de la división en carne viva sea el mejor momento para que la ciudadanía decida su futuro. Se corre el grave riesgo de que se vuelva de nuevo a la dialéctica de los principios irrenunciables y de la división permanente. Y esa puede ser la peor consecuencia de esta derrota.
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