Casi nadie reconoce la historia cuando reaparece. Algunos, porque ni siquiera la conocen; otros, porque han leído a quienes la cuentan mal.
S CURIOSO que casi nunca reconozcamos la historia cuando reaparece. Porque lo cierto es que, contra lo que suele creerse, la historia se repite a menudo, sólo que se repite bajo máscaras tan distintas que a veces es muy difícil reconocerla; aunque la verdad es que ahora, en Cataluña, la historia apenas ha tenido el pudor de enmascararse. Baste recordar una crónica en la que el periodista Agustí Calvet, alias Gaziel, describe el 6 de octubre de 1934, cuando el Gobierno de la Generalitat se rebeló contra la legalidad democrática, proclamó el Estado catalán dentro de la República Federal española y cortó con el Gobierno de Madrid. “Es algo formidable”, escribe Gaziel poco después de los hechos, evocando la proclama rupturista del presidente Lluís Companys. “Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra —que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente— en el preciso instante en que Cataluña, tras largos siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus Gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias, la Generalitat declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacer lo mismo con ella. Y eso ¿por qué? (…) Por un Estado catalán que, dada ya la existencia de la Generalitat, no se necesita para nada”. Una semana después, Gaziel añadía: “Se da el caso portentoso —¡otra cosa de España!— de que la Constitución ha sido desgarrada y pisoteada por los mismos que la votaron, y los encargados ahora de custodiarla son aquellos que la combatieron”. Sobra recordar el desastre en que acabó todo aquello; cuando escribo estas líneas, aún no se sabe cómo acabará todo esto.
En vísperas del 1 de octubre se vivía en Barcelona una vaga inminencia de cataclismo, pero sólo algunas nimiedades delataban la anormalidad
S CURIOSO que casi nunca reconozcamos la historia cuando reaparece. Porque lo cierto es que, contra lo que suele creerse, la historia se repite a menudo, sólo que se repite bajo máscaras tan distintas que a veces es muy difícil reconocerla; aunque la verdad es que ahora, en Cataluña, la historia apenas ha tenido el pudor de enmascararse. Baste recordar una crónica en la que el periodista Agustí Calvet, alias Gaziel, describe el 6 de octubre de 1934, cuando el Gobierno de la Generalitat se rebeló contra la legalidad democrática, proclamó el Estado catalán dentro de la República Federal española y cortó con el Gobierno de Madrid. “Es algo formidable”, escribe Gaziel poco después de los hechos, evocando la proclama rupturista del presidente Lluís Companys. “Mientras escucho me parece como si estuviera soñando. Eso es, ni más ni menos, una declaración de guerra. ¡Y una declaración de guerra —que equivale a jugárselo todo, audazmente, temerariamente— en el preciso instante en que Cataluña, tras largos siglos de sumisión, había logrado sin riesgo alguno, gracias a la República y a la autonomía, una posición incomparable dentro de España, hasta erigirse en verdadero árbitro, hasta el punto de poder jugar con sus Gobiernos como le daba la gana! En estas circunstancias, la Generalitat declara la guerra, esto es, fuerza a la violencia al Gobierno de Madrid, cuando jamás el Gobierno de Madrid se atrevió ni se habría atrevido a hacer lo mismo con ella. Y eso ¿por qué? (…) Por un Estado catalán que, dada ya la existencia de la Generalitat, no se necesita para nada”. Una semana después, Gaziel añadía: “Se da el caso portentoso —¡otra cosa de España!— de que la Constitución ha sido desgarrada y pisoteada por los mismos que la votaron, y los encargados ahora de custodiarla son aquellos que la combatieron”. Sobra recordar el desastre en que acabó todo aquello; cuando escribo estas líneas, aún no se sabe cómo acabará todo esto.
En vísperas del 1 de octubre se vivía en Barcelona una vaga inminencia de cataclismo, pero sólo algunas nimiedades delataban la anormalidad
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