Verán, yo comencé a leer a Stephen King cuando era niño. Fui a la biblioteca, me llevé prestado 'Carrie', caí fascinado y ya no paré. En aquella época, la biblioteca de mi barrio tenía todos los títulos de King, pero solo un ejemplar de cada uno. Eso quiere decir que la estantería de la letra K era el lugar al que me dirigía derecho al entrar, tan deprisa como podía sin hacer ruido, para no despertar las iras de la bibliotecaria. Aprendí a ir tan rápido que mis pies apenas tocaban el linóleo, para llegar un segundo antes, no fuera a ser que alguien se me adelantara. Porque duraban muy poco en las estanterías. Según los devolvían, se los volvían a llevar. Y aquellos ejemplares manoseados -con la contracubierta rota y el interior de solapa destrozado, de tantas veces como se había añadido una tarjeta de entrada y de salida del libro, marcada a tampón con la fecha-, aquellos libros eran mi hogar, mi paraíso, mi puerto seguro.
Stephen King tiene una voz. Una voz que puedo reconocer con solo un párrafo de su literatura, con tan solo una frase, a veces. Su estilo es poderoso, solo aparentemente sencillo. Y su oído, su manera de captar el habla de los personajes es asombroso, quizás el mejor de los escritores norteamericanos, y no estoy exagerando.
Pero claro, Stephen King escribe mucho, primer error. Nadie que escriba tan deprisa puede hacerlo con calidad, como todo el mundo sabe.
Además, Stephen King escribe sobre terror, segundo error. Nadie que escriba sobre terror, o fantasía, con coches que se mueven solos, vampiros que infectan un pueblo de Nueva Inglaterra o mujeres que secuestran a su autor favorito puede hacerlo con calidad, como todo el mundo sabe.
Y por último, Stephen King vende cientos de millones de ejemplares, tercer y último error. Nadie que se haga millonario escribiendo merece reconocimiento alguno. Para eso tiene el del mercado. Para eso puede vivir en una casa grande con piscina climatizada. Cualquier mínimo elogio de la crítica especializada o de sus iguales debe estarle vedado, pues ya tiene la manta verde de sus dólares para arroparse en las noches oscuras del alma.
Las ideas recogidas en los tres párrafos anteriores, aunque sarcásticos y paródicos al ser expuestos de esta forma, están literalmente grabadas a fuego en la mente de cualquier crítico literario. Dudo que la frustración o la envidia tengan algo que ver en el asunto, por supuesto. Pero si usted, amable lector, ha sentido alguna vez la tentación de sucumbir a esas ideas, le ruego firmemente que huya en dirección contraria.
Juan Gómez Jurado
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