A estas alturas es evidente que fue un error estratégico dar el paso de enviar a las fuerzas de la Policía y la Guardia Civil a efectuar intervenciones que implicaban acometer a la multitud interpuesta en los centros de votación, ante la pasividad (o quizá sea más exacto decir connivencia con el referéndum ilegal) de los Mossos d'Esquadra. La presencia del Estado en la calle podría haberse hecho notar de manera menos arriesgada, con acciones de control o entorpecimiento de una votación que ya había sido de hecho desactivada en su sistema nervioso central: el censo, la sindicatura electoral, las garantías mínimas para considerar su resultado creíble. Se expuso a los agentes a confrontaciones innecesarias y de muy dudosa rentabilidad, en las que iba a quedar retratada, del peor modo posible, la fuerza que estos ejercieran, pero nunca la violencia previa e invisible que enfrentaban: la de la desobediencia a la ley y la obstrucción a la justicia.
Es fácil decir que la violencia policial fue desproporcionada. La imagen de un policía acometiendo a un ciudadano es siempre desagradable, y más si se presenta descontextualizada y despojada de antecedentes. Por otra parte, con tantos efectivos en la calle, sometidos a una variada gama de provocaciones, resulta inevitable que alguno no calibre bien y vaya más allá de la exquisita proporcionalidad. La escasez de heridos de verdadera consideración, en una jornada de tensión máxima, y las imágenes que podemos analizar, nos remiten a excesos puntuales, que tendrán que enjuiciarse, pero en modo alguno a un escenario de desatada violencia policial, frente a actos que eran de resistencia (y alguna agresión) a los agentes de la ley. Otra cosa es que lo acaecido y visto resulte desdichado e inconveniente, sobre todo teniendo en cuenta el trasfondo político de la jornada.
La justicia dirá, en último extremo. También, que nadie se olvide de esa parte, sobre quienes incitaron a delinquir a otros.
Lorenzo Silva
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