Después del colapso catalán las primeras páginas de los periódicos empiezan a dejar hueco para otros asuntos. La corrupción del Partido Popular, Venezuela e incluso un premio literario para Rosa Montero. Un atisbo de normalidad. Una normalidad dentro de la que caben los terremotos, un oscuro juicio contra unos presuntos violadores que se hacen llamar a sí mismos 'La Manada' o el degüello de una niña de dos años por su padre. También el incordio y hasta el peligro que supone vivir cerca de los okupas. O el que acarrea abrir el grifo, como les ha ocurrido a los vecinos de casi mil casas en Málaga.
También dentro de lo que ya empezamos a aceptar como normalidad están los pesados bolardos que han aparecido por algunas calles céntricas de Málaga.
La amenaza del terrorismo ha entrado ya dentro del organismo social y se ven sin alarma esos obstáculos del mismo modo que en los años de plomo del terrorismo de ETA era habitual que policías, militares o incluso periodistas echaran un vistazo a los bajos de su coche antes de ponerlo en marcha. Aceptamos el ruido del mundo, ese enorme griterío que a diario lo sacude, como el runrún lógico de la existencia. Mis abuelos me contaban cómo en el tramo final de la Guerra Civil y en los años inmediatos de la posguerra oían el eco de los fusilamientos en una tapia cercana. Un trueno macabro que con el tiempo fue haciéndose menos espeluznante, como si los disparos e incluso la aciaga tapia se hubieran ido alejando.
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De un modo parecido el horror repetido va perdiendo sus aristas. Violencia de género, catástrofes o asesinatos en masa made in USA. O bolardos preventivos.
Una precaución necesaria pero que unida a una de las noticias anecdóticas de estos días -la de la contaminación del agua en Miraflores de El Palo- nos lleva a una preocupante reflexión. Si tres vecinos afanados en la limpieza de un trastero pueden contaminar de un modo tan fácil la conducción de agua de setecientas viviendas, ¿qué no podría hacer el terrorismo? Los vecinos de Miraflores se encontraron con auténticas fuentes de espuma al abrir los grifos. Pero si en vez de detergente lo que se hubiera vertido en ese pozo hubiese sido otro tipo de sustancia, menos visible y mucho más peligrosa, algunos de esos vecinos sorprendidos ahora podrían estar en el otro mundo sin ni siquiera haber pasado por el trámite de la alarma. Si por algo se distingue el llamado terrorismo 'low cost' es por idear crímenes echando mano de los recursos más rudimentarios y cercanos. Van buscando nuevas posibilidades a medida que las fuerzas de seguridad se adaptan a los métodos ya conocidos. Un siniestro juego de ajedrez en el que se deben anticipar a los movimientos del contrario para que todo siga transcurriendo bajo la carpa de la normalidad, este trampantojo necesario para vivir sin la inquietante sensación de que somos involuntarios equilibristas marchando por un alambre tendido sobre el vacío.
Antonio Soler
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