La muerte y el espanto se toman a chacota estos días. La gente salió hace un par de noches a la calle disfrazada de espectros, con unas tripas falsas fuera de su sitio y unas horripilantes cicatrices partiéndole la cara. Hacían burla de algo mucho más serio. Carles Puigdemont se les adelantó por unas horas. Iba disfrazado de sí mismo. Pero su disfraz, que él quiere que sea el de un president en el exilio, es el de un zombie. Los amigos de la caricatura, a la que Puigdemont parece decidido a abonarse, podrían decir que su disfraz se encuentra a medio camino entre uno de aquellos Beatles de Cádiz o el de representante de unas poco prósperas pompas fúnebres. Pero uno cree que lo de zombie se ajusta más al personaje, por todo lo que encarna y todo lo que deja atrás.
Hugo Claus fue un escritor belga, un gran escritor. Quizás su mejor novela sea 'La pena de Bélgica'. Dentro de ese libro se habla de otro. Uno titulado 'La bandera flamenca', y ahí se cuenta la historia de unos seminaristas rebeldes que traman un complot nocturno contra los ministros y los obispos de aquel país. Un desastre, una superchería. Puigdemont y sus seminaristas también han tramado un complot. En apariencia lo han venido haciendo a la luz del día. Anunciando a bombo y platillo la ruta de su camino. El Procés. Sin embargo, una vez llegado al final de ese camino, el oscurantismo ha sido la tónica dominante. El secretismo y la indefinición, la ambigüedad elevada a la máxima potencia, han acompañado los últimos pasos de este hombre al que ya sólo parece impulsar la energía de una remota vida anterior.
Ambigüedad en la proclamación de un nuevo Estado, ambigüedad en las cartas que debían responder con claridad a un requerimiento. Oscurantismo en los días cruciales de la semana pasada cuando el futuro de todo un país parecía jugarse a cara o cruz. DUI o 155. Y más ambigüedad, más secretismo y una radiante cobardía enviando a las redes sociales una foto tomada desde el interior del Palau dando los buenos días mientras viajaba en coche hasta Marsella para desde allí volar a Bélgica y presentarse como un represaliado político. En la rueda de prensa se reía ante las cámaras y el amontonamiento de micrófonos. De qué se reía. Qué motivos puede tener para esa sonrisa turbia, con una energía prestada, surgida de una venenosa radiación que lo impulsa a seguir tomando decidisiones oscuras, a continuar un rumbo que ya, vacío de inteligencia, se parece más al de un autómata que al de un político de crédito. Y sí, entonces es cuando a uno le vino a la memoria el libro de Hugo Claus y el título de la novela. La pena de Bélgica. Pena por Cataluña, llevada al ridículo por quien hasta ayer era su máximo representante y que ahora con el paso tambaleante de un zombie cada vez se aleja más de la realidad. Y de la dignidad.
Antonio Soler
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