Una madre con dos hijos, trabajadora sin cualificar, que lucha por salir del subsidio y del trabajo doméstico, consigue un puesto en una cafetería moderna, con apetitoso escaparate de dulces y olor a pan recién hecho. Antes de terminar el mes le llaman para una operación. Intenta retrasarla, pero es imposible porque pierde el turno en la lista de espera. El empresario le insta a que renuncie al contrato. Ella pacta que le pague las horas y se encuentra con que casi le sale a devolver: 140 euros por 100 horas. A 1,40, un precio de esclavitud. No se atreve a denunciar.
No es un caso único, pero sí el más escandaloso que conozco, más aun, el doble de grave, que el de las 'kellys', las camareras de piso, que ha llegado al Parlamento.
Hablamos de algo que está pasando con demasiada frecuencia y ante lo que parece que nadie se siente interpelado, o al menos que está ausente de debate público. Es más, se quiere enmascarar con un lenguaje tecnificado y nada inocente. ¿Devaluación interna? Esto es pura y simple explotación y un atentado a los derechos humanos. ¿Mejora de las cifras de empleo? ¿Crecimiento por encima de la zona euro?
Alguien debe responder de asuntos como este. ¿Dónde está la Inspección de Trabajo? ¿Las confederaciones de empresarios? ¿Los partidos políticos, los múltiples organismos encargados de velar por las relaciones laborales, sean de Estado o de la Junta? ¿Dónde los sindicatos, que han de detectar estos abusos y amparar incluso, o sobre todo, a quienes tienen miedo a defenderse? ¿Quién habla de ellos?
La reforma laboral ha traído esto. No es un discurso extremista, es lo que está pasando y explica muchos de los grandes temas que nos preocupan, como el auge del populismo, la desconfianza de la política, la crisis de la socialdemocracia.
De esto se trata cuando se trata de resistir a la actualidad, como propone J. M. Esquirol, ese sistema que engulle noticias y las neutraliza. Un resistir que es, sobre todo, compromiso con los más débiles.
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