La democracia últimamente es una olla podrida en la que cada cual va echando las piezas y los condimentos que más convienen a su paladar y apetencias. En algunos rincones de Cataluña parece que el término tiene un significado y al cruzar el Ebro el contrario. Pero lo cierto es que a pesar del ruido y de las imperfecciones propias del sistema y de quienes lo aplican la maquinaria democrática no deja de funcionar. Ese funcionamiento ha hecho que una infanta y su marido se sienten en el banquillo o que lo hagan exministros o exvicepresidentes del Gobierno -algo que no parecía muy factible dentro del franquismo por mucho que en estos días haya aficionados a bautizar de ese modo cualquier cosa que vaya en contra de sus intereses particulares-.
Ahora les toca el turno a Manuel Chaves y a José Antonio Griñán, a otra exministra, Magdalena Álvarez, y a varios antiguos consejeros y altos cargos de la Junta en lo que se ha considerado como uno de los mayores casos de corrupción de la democracia. Comienza la hora de las certezas y el fin de los bulos, los juicios paralelos y las condenas anticipadas. O al menos así debería ser, porque la afición a la condena previa y al juicio paralelo es un defecto demasiado frecuente en esta sociedad, que ha hecho del twit la vieja pedrada bíblica. En muchas ocasiones los medios de comunicación han propiciado y alentado esa lapidación preventiva que afecta por igual a los casos políticos y a los delitos comunes, tal como en su día se vio en el triste caso de Rocío Waninnkhof -aunque no sabría uno si en ese sentido llamarlo el triste caso de Dolores Vázquez- o ahora al de la presunta violación colectiva de los sanfermines. Intoxicación, abogados entrevistados a vuela pluma en mitad de refriegas televisivas, titulares sesgados, supuestos expertos adelantando sentencias y un sinfín de disparates que dejan en evidencia la profesionalidad de algunos periodistas y de esos supuestos expertos que a veces no pasan de ser meros charlatanes a sueldo.El caso ERE contó además con un doble juicio paralelo, el de la juez Alaya y su interminable instrucción. Aquella juez -porcelana por fuera, acero por dentro-, hizo de sus paseíllos ante los juzgados de Sevilla un redoble de tambores que ponía en jaque no sólo a medio gobierno andaluz, sino a una parte fundamental de la política de esta autonomía en los últimos años, y desde luego al corazón del PSOE andaluz. El PP vislumbró en este caso una brecha por la que acercarse al gobierno de Andalucía y algunos políticos catalanes, esos a los que ahora les persigue entre otras sombras la del tres per cent, se rasgaron sus elegantes trajes europeos por tener que mantener con su esfuerzo e inteligencia a esta turba de maleantes sureños y su pueblo, tan perezoso como indolente. Mil sentencias se han dictado sobre este caso. Ahora se abre el camino a una que para muchos ya está de sobra. La de la Justicia.
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