Foto: Tiojimeno |
Pues bien, la acción que se nos cuenta transcurre en el invierno de 1957, con un flashback espeluznante diez años atrás y una coda final y soleada en 1967. Y en el condado de Wexford, la región natal de Black/Banville, dos horas y media en coche hoy al sur de Dublín. (Advierto que Quirke no se ha ido del todo: «¿Han advertido al doctor Quirke de que hay un cadáver de camino? Hacía poco que habían nombrado al doctor Quirke patólogo del Estado», leemos. «Tendría que preguntarle a Quirke, cuando volviera de su luna de miel», cuenta Strafford más adelante). Si es verdad que una novela policiaca fetén debe mostrar un cadáver en su inicio, Pecado cumple con creces: el sacerdote Tom Lawless aparece una mañana sobre el suelo de la biblioteca de una casa señorial (protestante) que solía visitar con frecuencia. Una puñalada en el cuello y los genitales amputados. La casa donde ocurrió el asesinato (descrita con demora tal que se convierte en una protagonista más) pertenece a los Osborne y cuando a ella llega el inspector Strafford algo detecta en el ambiente y da con ello: «No había nadie llorando».
A nuestro hombre lo envía a investigar su jefe Hackett (seguro que sale en novelas posteriores si las hubiere) desde la capital con la poca oculta esperanza de que dé pronto carpetazo al asunto y le eche tierra encima, pues el poder de la iglesia católica irlandesa es tal que bien conviene dejarlo todo como un tropezón del cura en las escaleras. Nada de escándalos. De hecho, el capítulo 19 (espléndido) lo protagoniza el temible arzobispo McQuaid, sutil amenazador y siniestro individuo, prudente cínico (cita a Eliot como advertencia: «Los hombres no soportan demasiada realidad»). ¿Su poder?: «Si su excelencia reverendísima el doctor McQuaid decía que el padre Lawless se había apuñalado a sí mismo en el cuello por accidente y luego se había cortado los genitales, eso era lo que había ocurrido y a la gente no se le permitiría saber otra cosa», se dice. Strafford se aloja en una pensión cercana a la casa que no dejará de merodear, ayudado en sus obstaculizadas pesquisas por el oficial Jenkins (que no saldrá en otras novelas de la serie si las hubiere). Se irá entrevistando con la desvaída y segunda esposa del coronel Osborne (la primera se desnucó cayendo también por unas escaleras), con la inasible Lettie, con Peggy, con el bruto Fonsey, con los petimetres…, con toda una galería de actores que darán cuerpo y acaso solución a la trama. Y el lector asistirá a mil mentiras, embustes y engaños, y hasta a un escabroso Capítulo 11 de corte faulkneriano, muy tipo Santuario.
Si el novelista despliega sin prisa un argumento policiaco suelen agradecerlo sus lectores. Pero si escribe sin nada de prisa –sin absolutamente nada de prisa, machacando en lo ya dicho sin que ello aporte nuevo sentido o siquiera más sentido– puede aburrir. (Otra vez más prejuicios míos: queremos tanto a Black…). El estilo acierta, hay mucho oficio detrás. Por ejemplo, se cierra con una imagen plena un pasaje: «Parecía tan pequeña y frágil debajo de la enorme araña que colgaba sobre ella como una lluvia congelada de carámbanos». Por ejemplo, salta una prosopopeya brillante: «Los libros aguardaban hombro con hombro con una actitud de resentimiento mudo». Por ejemplo, salta un símil harto llamativo: «Como la leche desnatada cuando se mezcla con una gota de sangre». Y se gana altura estilística en los tremendos pasajes de terror sexual mezclados con fetichismo religioso: «¿Cómo describir la ternura angustiada que sentí por él, a la luz vespertina de la sacristía, entre los olores de las sagradas vestiduras, de la cera de las velas, de las obleas de la comunión? ¿Cómo decir lo bella que es la imagen de un niño inclinado hacia delante, con las piernas temblorosas, el rostro apretado contra un montón de vestiduras y las dos manos en alto, agarradas a la tela bordada, soltando pequeños gemidos y estremeciéndose de pies a cabeza cada vez que yo le embestía, una y otra vez, con los ojos fijos en su nuca y las manos alrededor de su pecho, acariciándole, sosteniéndole, sujetándole contra mí, esa criatura». ¿Por qué, entonces, habré notado tantos puntos muertos (o ciegos) en el desarrollo de la trama? Repito: prejuicios míos.
Francisco García
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