Mueran los kilosNo fallaba: en cada desfile de la Legión del Jueves Santo siempre estaba él. El imprescindible. El soldado más barbudo, el que a mayor altura elevaba la barbilla, el que parecía dar la cara cuando la cosa se ponía fea. El más español, el más nuestro, el más padre, aquél de quien podíamos fiarnos sin reservas. El que a mayor volumen cantaba, el que con más fe mostraba sus respetos al Cristo de la Buena Muerte. El que parecía traer a Melilla entera sobre los hombros, el que había llegado nadando, el que más huevos pondría a la tortilla para limpiar de yihadistas Afganistán entero. Y sí, a menudo el más aplaudido, el más aclamado por la chiquillería, era también quien lucía la mayor barriga bajo el uniforme. Pero es que, puñeta, durante siglos una buena bartola ha sido en nuestro país una demostración mayor de virilidad. Y nadie ha puesto en duda jamás que semejante condecoración podría mermar la capacidad de los legionarios, o de quien sea, a la hora de repartir tortas o de dar la vida por la patria cuando hiciera falta. Ahora, la Legión ha decidido declararle la guerra al sobrepeso entre sus efectivos. No son muchos, aseguran: apenas un 2%. Pero, por pocos que sean, tendrán que ponerse a dieta y matarse a ejercicios para que no haya gordos en la Legión, maldita sea. A ver, es lógico que un cuerpo militar vele por el buen estado físico de sus hombres y mujeres, porque la seguridad entera de un país depende de ello. Pero por eso precisamente cabe esperar que lo que se persiga aquí sea el rendimiento de los soldados, no una purga de connotaciones estéticas. Aquel legionario al que me refiero, ése que parecía dispuesto a comerse un tigre entero nada más desembarcar en el Muelle 2, recién llegado de Ceuta o de Viator, podía tener sobrepeso, sí; pero si hubiera una guerra y un servidor tuviera que escoger quién habría de defenderlo, sin duda alguna optaría por él. Más allá de todos los chascarrillos, inevitables al tratarse de un cuerpo tan popular y querido como la Legión (a ver quién se entera de los planes de adelgazamiento en la Infantería de Marina), cabe dilucidar aquí la definitiva extinción del prototipo de varón español. Ya no basta con defender las fronteras, ni con rendir honores a la bandera, ni con cantar himnos con trepidante tronío, ni con tatuarse en la piel lo más querido, ni con la promulgación del honor por encima de todas las cosas; encima, hay que caber en una treinta y seis. En mis tiempos, para librarte de la mili había que abultar más que una beluga del Ártico. Ahora, quienes sacamos a paseo a diario nuestro noble tripón no podemos aspirar ni a la Legión, aunque nos entre limpia una XXL. Eso sí, desde el "¡Muera la inteligencia!" de Millán-Astray hasta el "¡Mueran los kilos!" actual podemos saludar una esperanzadora evolución en las conductas. Si algo hay que perder, que sea el abdomen.
Para colmo, la Legión hace pública su medida justo cuando uno es consciente de que todos los excesos de las últimas semanas (llevamos así desde el puente de la Constitución, no crean) se han acabado sedimentando en forma de centímetros donde antes no había nada. Pero, al cabo, de qué gordos estamos hablando: mientras el turbio negocio de la vida sana sigue vendiendo sus camelos, el capitalismo criminal impone su modelo de tragón fofo, incapaz, inadaptado, mórbido y pobrecito, pegado todo el santo día a una pantalla y devorando pasteles industriales por camiones. No, el 2% en el que la Legión Española tendrá seguramente a sus mejores caballeros es capaz de irse a la otra punta del mundo para luchar por los suyos sin que le molesten un ápice sus kilos de más. Bien prefiero a un pantagruélico héroe demasiado aficionado al choto con ajos que a un atlético mindundi dispuesto a pegar tiros vestido de Desigual. La muerte, ya se sabe, los prefiere grandes. Mi régimen tendrá que esperar a los propósitos de 2019
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