A eso de las nueve nos presentamos en su casa. Hemos llevado una botella de vino que me da vergüenza entregarle, así que la dejo sobre la encimera de la cocina, como si no fuera mía. Nuestros amigos hablan en voz baja. Nos encontramos ahora en el salón, un poco violentos, compartiendo una tortilla de patata partida a cuadritos que seguramente han comprado hecha en el bar de abajo. De súbito, él dice que si lo queremos ver. Que si queremos ver a qué, digo yo. Al perro, dice él, que si queréis ver al perro. No me podía imaginar que tuvieran el cadáver en casa, pero en el ayuntamiento les han dicho que no pueden recogerlo hasta mañana. Lo han puesto en la terraza, sobre una toalla que le viene un poco pequeña, pues era un San Bernardo. Se sale por los bordes.
Contengo un movimiento de pánico al pensar en el perro como en un mamífero. Tuvo una madre y unos abuelos y unos hermanos que andarán desperdigados por el mundo. Muchos de ellos estarán muertos ya o habrán sido sacrificados en la consulta de uno o varios veterinarios. Los labios del San Bernardo, enormes, se deslizan hacia abajo, pues está de perfil, dejando una baba mortal sobre la toalla. Mi amigo dice que lo han puesto en la terraza por el frío. Es lo que les aconsejaron los del ayuntamiento. Mi mujer y yo nos despedimos enseguida y volvemos a casa sin hablar. Antes de acostarme me tomo un ansiolítico. No sé lo que le ocurre al mundo ni quiero saberlo.
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