Vladímir Maiakovski firmaba como el perrito sus cartas de amor a Lili Brik, vértice de uno de los triángulos más famosos de la literatura universal. De este apodo autoinfligido parte Juan Bonilla para analizar la figura complejísima del poeta revolucionario que fue devorado por el régimen que esta trajo.
“En Maiakovski confluyen tantas cosas que es una auténtica mina: es como el ojo de un huracán a partir del cual uno puede elegir hacia dónde soplar.
No sólo por su peripecia personal –ese tráfico de la nada a la nada pasando por el todo-, no sólo por sus evidentes taras –un narcisismo imbatible, la necesidad imperiosa de ser el centro del mundo, de considerarse personaje de sí mismo y a la vez autor de todo lo que ocurría a su alrededor- sino también porque en su figura se dan los dilemas esenciales del artista de su época: la relación con el poder, que primero es una relación de odio y luego una relación de uso del poder, el ambiente literario que se permite el lujo, como pasa todavía hoy, de considerarse el ombligo del mundo, la relación de guerra con los antepasados que será recompensada con otra relación de guerra con los sucesores, sobresaliendo esa especie de concepción sacerdotal de la misión del artista que da voz a una sociedad entera…”
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