Caminaba por la calle en la que había nacido mi padre, evocando las vicisitudes de su existencia y los días que precedieron a su fallecimiento, cuando vi caer desde un quinto o sexto piso una maceta que, si alguien no lo remediaba, le abriría la cabeza a una mujer que arrastraba un carrito de la compra y que se encontraba a un paso de la vertical de la caída. De inmediato, dije mentalmente: «Papá, haz algo». La maceta, como impulsada por un repentino golpe de viento, se desvió los centímetros precisos para evitar a la mujer. El suceso me puso al borde del desmayo, de modo que entré en la primera cafetería que me salió al paso y me senté a la barra, que estaba muy tranquila. Pedí un agua con gas y permanecí en silencio, atento a los sonidos que procedían del interior de mi propio cuerpo. En pocos minutos, alcancé tal grado de concentración que si mi padre o cualquier otro fantasma se hubieran desplazado, no sé, desde los pulmones al hígado, habría advertido enseguida su presencia. Pero no escuché nada, excepto el martilleo de mi corazón y algún que otro sonido orgánico procedente de las entretelas del aparato digestivo.
No obstante, pregunté mentalmente: «Papá, ¿estás ahí?». Y permanecí atento a la respuesta, que no logré escuchar porque en ese momento la cafetera, accionada por el camarero, comenzó a emitir un ruido infernal. Cesado el estruendo, volví a preguntar, pero ya había perdido el estado de concentración anterior y no fui capaz de escuchar nada. Salí a la calle y continué andando con expresión nostálgica. En esto, sonó en mi cabeza la palabra «tobillo» y un instante después me torcí el derecho en una irregularidad de la acera.»¿Quién anda por ahí?», pregunté mentalmente sin obtener respuesta alguna. Cojeando por culpa de un ligero esquince, pasé por delante de un establecimiento de loterías cuando me vino a la cabeza la palabra «cuatro». Entré y compré un décimo terminado en ese número, además de cuatro apuestas para el euromillón del día siguiente. No me tocó nada. Pero cuatro días después se lo conté todo a mi psicoanalista que se mostró escéptica respecto a las comunicaciones con el más allá. Mientras hablábamos, escuché dentro de mí la palabra «cuadro» y en ese instante se desprendió una pintura de la pared. Preferí no decir nada.
Juan José Millas
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