Cifuentes admite que su final político fue un error de caja y que un error lo tiene cualquiera. Otros han querido lanzar la acusación mayor y alrededor de ella se dibujó al principio del día un aura de ladrona de tumbas. La figura del mangante de cosmética barata se acaba de sumar al amplio catálogo de monstruos políticos. La cleptomanía que sus enemigos han intentado colgarle es al servicio público lo que la obesidad mórbida a los cien metros lisos. Robar cremitas de 20 euros es tan lo último e implica una derrota y una vergüenza tales que lo que ha terminado por sentir España respecto de Cifuentes ha sido la piedad y un enfado con cierta conmiseración como de padre que va a buscar a la comisaría al hijo que ha vuelto a meter la pata. Hasta Iglesias, elefante en las cacharrerías emocionales de España, se ha dado cuenta de que a alguien se le había ido la mano y se ha compadecido del delincuente.
El asunto de las cremas, que ha rematado en este final tan sicario, es una enorme metáfora sobre la cosmética y la política. Alguien pensó que la idea de revelar a la presidenta de la Comunidad de Madrid como una máquina de distraer cremas antiedad suponía un golpe perfecto. Sociológicamente somos un país en el que se dan dos hechos que afectan al caso notablemente. El primero es que el español hace colas para recibir cosas gratis -cocido, pegatinas, folletos de turismo italiano, lo que sea- y espera sin saber siquiera cuáles son esas cosas. Esa afición por lo gratis siempre me erizó en la nuca un rubor insoportable. La segunda es que la opinión pública de esta nación gravitó durante años alrededor de una obsesión por las cremas de supermercado. Ahora le sumamos la inestabilidad parlamentaria et voila: España es Borgen en Eroski.
Francisco Apaolaza
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