El éxodo del pueblo de Israel, huyendo de la idolatría egipcia, es de muy difícil encaje histórico. Una cosa es lo que la Biblia cuenta y otros son los acontecimientos históricos ciertos, las fuentes directas e indirectas, y los materiales que la arqueología ha ofrecido sobre esta huida del pueblo hebreo, con Moisés a la cabeza, perseguido por el faraón, ¿quizá Ramsés II?; pero 'Éxodo' también fue el nombre de una película dirigida por Otto Preminger en 1960, protagonizada por Paul Newman y Eva Marie Saint, y un reparto dilatado y solvente, entre los que destacaban Ralph Richardson, Peter Lawford y el desgraciado Sal Mineo. Este filme, que ayer visioné de nuevo, es árido y exagera la odisea del barco del mismo nombre convirtiendo a sus pasajeros en los argonautas fundacionales del estado de Israel, creado en 1948 para dar fin al nomadismo judío, a su vagabundeo por las tierras del mundo. Es una gran película que muestra solo un lado del problema.
He llegado a la conclusión de que el drama de la migración que estamos viviendo estos días, con el paradigma del 'Aquarius' y sus seiscientas treinta almas, no deja de presentar similitudes con el que vivió el 'Éxodo', dos barcos marcados por una maldición que va más allá del destino teológico -en el caso del judío errante-, o de la pobreza congénita -en el caso de los pueblos africanos-, y va más allá porque se instalan, sencillamente, contra la laxitud humanista en que ha caído Occidente, sobre todo la envejecida y raptada Europa, y su heredera norteamericana, cuya ejemplar democracia escribe, estos días, páginas de repugnante bajeza moral con un presidente payaso que levanta muros, separa a hijos pequeños de padres fugitivos y los encierra en jaulas. El caso de la Unión Europea, pagando importantes sumas al sátrapa turco Erdogan para que contenga a los refugiados, que mueren de hambre y frío, no se queda atrás en impiedad y desvergüenza.
El periplo de ambos barcos se desvía cuando a la condenación preestablecida del primero se sucede el rechazo a los parias de la primavera o primaveras árabes, fracasadas antes de nacer y ahogadas en un mismo mar/frontera como ha sido y es el Mediterráneo. Libia, un país visible gracias al controvertido Gadhafi, traicionado por sus antiguos aliados y asesinado luego como un rey de tragedia griega, se ha convertido en un erial de muerte donde el gobierno legítimo solo controla Trípoli y en el resto del país se contabilizan hasta siete repúblicas distintas. Si a la crisis de Libia se suman el expolio sirio, la desestabilización de la monarquía jordana, Palestina como conflicto irresoluble, Israel militarizado hasta los dientes, y aquí enfrente, el Reino de Marruecos, cuya dudosa política migratoria le convierte en un aliado convertible, dibujamos el mapa de las mafias carroñeras que se alimentan de los débiles. Encima, da la impresión de que la solidaridad no es privilegio de ninguna ideología y de ninguna religión. Al final se alza el éxodo maquiavélico de todas las razas, incluso la de los hijos pródigos cuya conciencia arderá en una misma hoguera que no distingue clases, condición ni territorio.
He llegado a la conclusión de que el drama de la migración que estamos viviendo estos días, con el paradigma del 'Aquarius' y sus seiscientas treinta almas, no deja de presentar similitudes con el que vivió el 'Éxodo', dos barcos marcados por una maldición que va más allá del destino teológico -en el caso del judío errante-, o de la pobreza congénita -en el caso de los pueblos africanos-, y va más allá porque se instalan, sencillamente, contra la laxitud humanista en que ha caído Occidente, sobre todo la envejecida y raptada Europa, y su heredera norteamericana, cuya ejemplar democracia escribe, estos días, páginas de repugnante bajeza moral con un presidente payaso que levanta muros, separa a hijos pequeños de padres fugitivos y los encierra en jaulas. El caso de la Unión Europea, pagando importantes sumas al sátrapa turco Erdogan para que contenga a los refugiados, que mueren de hambre y frío, no se queda atrás en impiedad y desvergüenza.
El periplo de ambos barcos se desvía cuando a la condenación preestablecida del primero se sucede el rechazo a los parias de la primavera o primaveras árabes, fracasadas antes de nacer y ahogadas en un mismo mar/frontera como ha sido y es el Mediterráneo. Libia, un país visible gracias al controvertido Gadhafi, traicionado por sus antiguos aliados y asesinado luego como un rey de tragedia griega, se ha convertido en un erial de muerte donde el gobierno legítimo solo controla Trípoli y en el resto del país se contabilizan hasta siete repúblicas distintas. Si a la crisis de Libia se suman el expolio sirio, la desestabilización de la monarquía jordana, Palestina como conflicto irresoluble, Israel militarizado hasta los dientes, y aquí enfrente, el Reino de Marruecos, cuya dudosa política migratoria le convierte en un aliado convertible, dibujamos el mapa de las mafias carroñeras que se alimentan de los débiles. Encima, da la impresión de que la solidaridad no es privilegio de ninguna ideología y de ninguna religión. Al final se alza el éxodo maquiavélico de todas las razas, incluso la de los hijos pródigos cuya conciencia arderá en una misma hoguera que no distingue clases, condición ni territorio.
Alfredo Taján
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