Pues mire, voy a volver a votar, me dijo el taxista. La otra vez lo hice por aquel cliente, y ahora lo voy a hacer por usted. ¿A quién voto?
LA PRIMERA semana de mayo, justo después de las elecciones, quedé con una amiga en una terraza del paseo de Recoletos. Cuando ya llevábamos casi una hora hablando de nuestras cosas, descubrí con el rabillo del ojo a una pareja que se acercaba con pasos cautelosos a nuestra mesa.
Eran un hombre y una mujer, ambos mayores que yo, tampoco demasiado. Me gustó su aspecto, compatible aunque marcadamente dispar. Él llevaba el pelo, entrecano, largo y limpísimo, recogido en una coleta. Vestía vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta como de cantante rockabilly de mi juventud. Ella era una versión más sofisticada del mismo modelo de progresismo madrileño en el que yo misma me encuadro casi todos los días. Iba vestida de oscuro, con unos pantalones negros, un blusón de lunares y un pañuelo anudado al cuello con mucha gracia. Admiro a las mujeres que tienen esa habilidad porque yo, que soy friolera y los uso mucho, nunca sé muy bien cómo colocármelos. Iba poco, bien pintada, y era guapa. Los dos, cada uno en su estilo, eran guapos.
Fue ella quien se acercó. Me dijo que tenían dos hijas que se leían todos mis libros, que una de ellas estaba viviendo en París y que quería hacerse una foto conmigo para mandársela. Su marido, que me aclaró que ellos también me leían aunque menos que las niñas, nos hizo la foto. Y al terminar, ella me dijo algo más. Te vas a enfadar conmigo, pero la verdad es que no voté. Ya sé que tú has estado diciendo todo el tiempo que hay que votar, pero yo dejé de hacerlo hace muchos años y esta vez lo pensé, pero no me animé… Me quedé mirándola sin saber qué decir y el padre de sus hijas me miró, negó con la cabeza y me pidió que no me sintiera mal, porque él lo había estado intentando todos los días y no lo había conseguido. Estuve a punto de decirle que, si lo hubiera llegado a saber, no me habría hecho la foto con ella, pero por fortuna me mordí la lengua a tiempo y no incurrí, ni siquiera en broma, en semejante grosería.
Unos días más tarde cogí un taxi en una parada que está al lado de mi casa. Conozco a muchos de los taxistas que la frecuentan, pero no recordaba haber visto antes al hombre, más joven que yo esta vez, que me preguntó cuándo eran las elecciones municipales. Llevaba el pelo muy corto, una camisa inmaculada y se expresaba con mucha educación. Me dijo que él no solía votar, porque no sabía nada de política. Que siempre había pensado que era mejor dejar esas decisiones para los que sí sabían, pero que en las últimas elecciones sí había votado. Pensé que a la derecha, pero él mismo se apresuró a deshacer el malentendido. Me contó que en su familia estaban todos locos con Cataluña, pero que él pensaba que si los catalanes se querían ir, pues había que dejarles, que quiénes éramos los demás para decirles lo que tenían que hacer. Que sus hermanos le decían que era un animal, pero que un cliente le había dicho que no, que por qué, que sus opiniones no valían ni más ni menos que las de los demás. Añadió que había estado hablando mucho con ese cliente y al final había ido a votar, y había votado socialista, por lo de Cataluña y porque le gustaban más que los otros. En ese momento, me acordé de mi lectora abstencionista y vi el cielo abierto.
El trayecto era muy largo y no paré de hablar ni un solo instante. No sé cómo sería la chapa del cliente anterior, pero la mía no resultó menos eficaz, porque cuando llegamos a nuestro destino, mientras sacaba el monedero para pagarle la carrera me dijo, pues mire, voy a volver a votar… La otra vez lo hice por aquel cliente, y ahora lo voy a hacer por usted. ¿A quién voto? Me eché a reír y le dije que a quien más le gustara, a quien más confianza le inspirara, pero a la derecha no, por favor. No, si eso ya, después de cómo se ponen mis hermanos conmigo por lo de Cataluña, no se preocupe que no lo voy a hacer…
Cuando me bajé del taxi, estaba de tan buen humor que decidí reincidir, escribir este artículo. Porque hoy vuelve a haber elecciones. No sean ustedes menos que ese bendito taxista. Si todavía se lo están pensando, levántense del sofá, salgan a la calle y voten.
Les prometo que hasta dentro de cuatro años no se lo volveré a pedir.
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