El centro de Málaga sabe muy bien lo que significa el páramo, las calles desiertas, las ventanas ciegas en cuanto cae la noche. Lo que parece que no conoce es algo que se parezca al equilibrio. Calles vacías o calles convertidas en un estrecho sendero por la presencia de una invasión de dobles, triples o cuádruples filas de mesas prestas para la restauración. Un Centro en el que resuenan los pasos solitarios dando grima o un Centro convertido en un inmenso comedero que, sí, produce beneficios económicos inmediatos pero que ante tal saturación pueden tener el carácter efímero de la gallina de los huevos de oro.
El desolado Centro de hace unas cuantas décadas, no tantas, se ha convertido, urbanísticamente, en un lugar agradable, casi esplendoroso, en el que han salido a relucir unos atractivos antes velados por la desidia, el abandono y una cierta miseria. Ahora están ahí, pero a veces igualmente invisibles, no solo por el tropel de visitantes, sino por las murallas de plástico, mesas y cartelones de los refectorios, tascas de comida rápida, heladerías a granel y comercios volanderos. Luto entre los últimos de Filipinas que viven en el Centro. En la comitiva fúnebre iban también vecinos de Lagunillas. Dani Pérez se ha paseado por el barrio, tan cerca y tan lejos -de momento- del Centro. Quiere convertirlo en barrio cultural y de artistas. En parte ya lo es gracias a un hombre, Miguel Chamorro, y a unos vecinos que afrontaron con mucha imaginación el abandono al que estaba sometido ese minúsculo barrio. Abandono y una dura especulación que siguen soportando frente a quienes les señalan la puerta de salida para ampliar su zona de influencia, para seguir devorando manzana tras manzana con un hambre insaciable. Ya han provocado una indigestión severa y una parodia de funeral. El alcalde que tome las riendas de la ciudad tiene el reto de que los lamentos se queden en eso, en parodia.
Antonio Soler
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