Dicen que los expresidentes de Gobierno son unos jarrones chinos a los que no se les encuentra acomodo, porque cuando ellos han dejado la presidencia el país cambia de decoración y ya no pegan con nada. Pasado el tiempo, como siempre ocurre con las modas, la decoración muta y lo antiguo vuelve a llevarse. Entonces el pasado hace furor y se cotiza mucho más de lo que en su tiempo se valoró. Lo hemos vivido. Adolfo Suárez, denostado hasta la saciedad por sus rivales y, sobre todo, por sus correligionarios (y hasta por el rey, que fue quien lo inventó) subió a los altares cuando ya no sabía ni siquiera lo que era un altar.
Con Felipe González ocurrirá lo mismo. Será considerado el padre de la España moderna. Puede que hasta se le reconozcan sus valores a la figura de Mariano Rajoy, tan propensa a la caricatura, cuando alguien se acuerde del ruinoso país que heredó por mor de la hecatombe financiera mundial y cómo, entre silencios, trampas y cartones, enmendó el rumbo económico. De Rodríguez Zapatero no se sabe qué podrá reivindicarse. Que supo navegar en los años de bonanza, cuando había calma chicha, y que no supo orientar ni una sola vela cuando se desencadenó la tormenta. Que tuvo alucinaciones, o dijo tenerlas, viendo brotes verdes cuando lo único que había era tierra quemada o que nombró ministra a la abstrusa Bibiana Aído, precursora de las comisiones de miembros y miembras.
No sabe uno si un expresidente es un jarrón chino o no, pero lo que está claro es que los hay de la dinastía Ming y de barro a medio cocer. Zapatero, para demostrar que es de estos últimos, vuelve a hacer de las suyas. Con su talante. Esa absurda expresión que no significa nada, porque el talante puede ser bueno o malo. Y así, con ese talante neutro, se ha ido a la radio a pisar charcos, como un niño ocioso a la salida del colegio, sin madre que le regañe. Imitándose a sí mismo, es decir, haciendo caricatura de su persona, en tono desenfadado, dijo haber hablado por teléfono con Oriol Junqueras estando este en la cárcel. Un saludo, menos de un minuto. Una conversación en profundidad quizás habría tenido algún sentido. Un saludo en esas circunstancias es un estrambote. Una zapaterada. Pero lo grave no fue eso. Lo grave fue la expresión de sus deseos. El niño y Santa Claus. «Deseo una sentencia....» dijo refiriéndose al Tribunal Supremo y al juicio del procés. Esgrimió los argumentos finales de los independentistas presos, se pronunció sobre algo tan delicado como la sentencia que deberían efectuar los jueces del Supremo y especuló, sin que se sepa el carácter de la sentencia, con una condena y una posterior petición de indultos. Todo en uno. Gran Zapatero. No se sabe de qué modo tendría que cambiar la decoración nacional para que este jarrón chino no desentonase con el paisaje circundante. Parece que eso solo sería posible si España se convirtiera en una bazar de todo a cien.
Antonio Soler
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