Medio siglo de la llegada del hombre a la luna. En aquellos años, Cabo Cañaveral, la Nasa o Houston eran nombres con los que los españoles pasaban la sopa mientras el telediario unidimensional y en blanco y negro nos los repetía como un salmo de la modernidad y de lo imposible. España misma era un país en blanco y negro, una comarca al sur de Europa que no era Europa y en la que la superchería tenía el mismo peso que la ciencia. Señoras con el pañuelo atado bajo la barbilla surcada de unas arrugas -en las que los fotógrafos se cebaban en busca de un neorrealismo de tercera mano- miraban aquellos lanzamientos al espacio con la misma naturalidad con la que en su juventud habían observado la llegada veraniega de las golondrinas. Los modernos capitalinos trataban de imitar la pronunciación hiperbólica de Jesús Hermida, que se contorsionaba en la pantalla para aparentar modernidad y filosofía yeyé.
Vietnam, los hippies, las drogas -esa cosa que casi nadie sabía lo que era realmente- la lucha racial y los cotidianos asesinatos de los Kennedy eran el pan de cada día y al mismo tiempo la representación de un mundo remoto. Eramos diferentes, habíamos celebrado los veinticinco años de paz con un lustro de propina, venían turistas a dejarnos montañas de divisas, habíamos llevado a cabo no se sabe cuántos planes de desarrollo, había soplos de un aire renovador por más que el caudillo se empeñara en asomarse al balcón de la plaza de Oriente y el León de Fuengirola rugiera ante cualquier atisbo de aquello que llamaban apertura.
Y así, en medio de ese panorama, nos dicen que el hombre va a poner un pie en la luna. Y nos lo ponen por televisión. En directo, en medio de una noche calurosa de julio. Vino con gaseosa, tufo a tabaco negro, éxtasis y descreimiento. Aquellos buzos vestidos de blanco dando saltitos por un descampado a oscuras y el locutor repitiéndonos que aquel monigote había dado un pequeño paso personal pero una zancada enorme para la humanidad. Abrían las ventanas y se asomaban a ver el satélite en la manta oscura del cielo mientras susurraban «Allí están», y la abuela, retrepada en el sillón de escai, nos advertía del engaño, una visionaria que se anticipaba a la teoría de la conspiración, esa que años más tarde nos diría que fue el mismísimo Stanley Kubrick quien semanas antes había grabado esas secuencias en no se sabe qué hangar ultrasecreto de Iowa o Minessotta. Medio siglo. Un mundo. Ahora, un presidente norteamericano que habría puesto los pelos de punta al mismísimo e inepto Ted Kennedy (sí, siempre los mejores se van primero) nos dice que va a mandar a varios de sus compatriotas a Marte mientras quiere poner un tabique en la frontera sur de su país y nosotros, refinados, cultos y demócratas europeos, miramos desde esta orilla a esos americanos que una noche de julio hicieron de saltimbanquis interestelares, y nos preguntamos quiénes son ahora los paletos, los lunáticos.
Antonio Soler
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