Varias cadenas de multicines han reiniciado la intentona de prohibir el acceso a sus salas con comida o bebida del exterior, se le ha puesto la primera multa a un cine por este motivo y otra vez el mundo se ha dividido entre los que comen en el cine y los que no. Corren malos tiempos para el término medio. Las posturas se radicalizan. Con más o menos ímpetu, parece asumida la idea de que el cine es uno de los pocos espectáculos en los que hay que permitir tragar a demanda. Y no me parece mal. Dios bendiga las pipas que se escuchan en el cine de verano del que me acuerdo. Todos mis respetos al huidizo género de películas que, bien por su duración o por su temática, dan hambre. Por ejemplo, a mí todas las películas de Garci me saben a cocido.
Quiero decir con esto que no es intención de este texto emprender una guerra contra las palomitas; para empezar, porque comer en el cine es una de estas cosas que deben hacerse 'cuando hay'. El problema es esa gente que aprovecha que va al cine para ponerse ciego de comer y de beber. El menú hace tiempo que cruzó la barrera de las palomitas para pasar a conformarse por todo tipo de elementos ruidosos y chispeantes. Hablo de frutos secos crujientes como ellos solos, o de caramelos y chucherías con el suficiente azúcar como para tumbar a mil diabéticos. Yo en el cine he visto a gente zamparse nachos que chorreaban queso y guacamole, pizzas de varios tamaños y tipologías, hamburguesas dobles, perritos y patatas fritas de Ardales. Si seguimos esta lógica glotona, pronto veremos cómo en la fila de enfrente organizan queimadas y fríen chorizos al infierno. En algún sitio hay que poner los límites, o la recomendación pasará por quedarte en tu casa con la manta y asaltar la nevera a conveniencia, ya sea solo, con uno o con varios. El cine hace tiempo que dejó de ser una experiencia colectiva. Ahora no podemos permitir que se convierta en un espectáculo cerdo.
Los cines, por su parte, deberían ceder y permitir la comida, porque servir menús no es su función principal, y dejar de asaltar a la clase media con esos precios de discoteca de Ibiza que tienen algunos. Hace años comprobé con ilusión cómo se lanzaba una ofensiva fina en la que en lugar de palomitas y cocacolas se despachaban tacos de jamón y benjamines de rioja, que es algo que suena al mismísimo cielo. A mí una vez me invitaron a la gloriosa proyección de un documental amenizada por una degustación de ibéricos Joselito. La experiencia fue total. En los créditos finales ya estábamos comidos, y luego asistimos a la primera vez en la que un coloquio después de una película nos sabe a gloria; para el turno de ruegos y preguntas, ya se habían caído varias copas al suelo y cuando salimos había más cristales rotos que en el peor de los divorcios. Allí aprendí que la gastronomía y el cinematógrafo pueden estar unidos, pero siempre con un poquito de mesura.
Txema Martín
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