La patria me da igual: me preocupa más el dolor de las personas a las que quiero
No estoy con los que queman contenedores porque la rebeldía nunca me ha parecido un asunto de colocar nuevas fronteras ni de crear distancias, sino de romperlas, las fronteras y las distancias. A veces contemplo la militancia política como un acto de fe pero de igual modo me parece temerosa la seducción de los extremismos. Tampoco estoy con los antidisturbios porque el empleo de la violencia siempre es una lucha injusta contra la razón, y miro con horror y con un poco de pánico las imágenes de apaleamientos perpetrados por policías que al final son tan débiles como yo.
No sé a quién voy a votar en las próximas elecciones. No estoy con Pedro Sánchez: se me asemeja un tipo construido con una plantilla y obsesionado con seguir de presidente sin importar lo que cueste porque el poder crea tanta adicción como la droga más dura. Albert Rivera es un peligro para la democracia, y para darse cuenta de esto solamente hace falta escuchar las declaraciones que ha hecho en los últimos siete días. Pablo Iglesias podrá tener mucha labia pero a mí nunca me ha ganado; vino para quitarle la caspa a la política y ha terminado practicando purgas, demostrando cómo puede uno convertirse en aquello que se ha pasado media vida criticando. Los demás me interesan poco. Jamás votaré a un partido cuyo logotipo es la cara de alguien; me pareció fatal con Podemos y me sigue pareciendo lo mismo con Más País. Todas las banderas que veo en los balcones me producen una mezcla de miedo, asco y rechazo. No quiero quemar cajeros y la patria me da igual: me preocupa más el dolor de las personas a las que quiero. Hace poco, en Madrid, pasó por delante de nosotros una manifestación de una ideología macarra que creía muerta. De verdad que pensé que ese tipo de gente ya no existía, porque al final uno termina creyendo en la humanidad, como un iluso.
Estoy escribiendo esta columna en una librería. Escucho que sólo el amor da firmeza a lo que somos. Cojo un libro de Philippe Lançon, superviviente del atentado a la revista 'Charlie Hebdo', que cuenta el calvario que ha pasado para emprender el largo camino de la recuperación. Se llama 'El colgajo'. Abro una página y me encuentro con esto: «Siempre me han gustado las librerías pequeñas en las que los libros viejos lo invaden todo, al punto de parecer que le roban espacio al aire. Son cabañas en el fondo de las ciudades, en el fondo de los bosques. Tengo la impresión de que nada malo podrá sucederme entre sus cuatro paredes: un laberinto sin angustias ni amenazas. Aquella era pequeña y se llamaba Palinuro». Esta librería desde la que os escribo se llama igual que un dulce flúor, La Pantera Rossa. Está en el centro de Zaragoza. Sentado en esta mesa pienso que quiero quedarme a vivir aquí, rodeado de libros y de silencio.
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