Ahora ya sabemos que la ciencia ficción es posible. Que pasamos una página de la novela realista de nuestra vida y de pronto estamos en un escenario que medio capítulo atrás nos parecía obra no ya de Philip K. Dick sino de un guionista hollywoodiense de segunda. Calles vacías, Europa acosada por una peste invisible, Asia ayudando y marcando el camino a los pequeños y desolados países de Occidente cuyos ancianos mueren desasistidos. Cadáveres amontonados en morgues improvisadas y los presidentes de Gobierno comunicándose entre ellos a través de pantallas de plasma porque temen contagiarse unos a otros.
La tecnología y la precariedad compartiendo el mismo espacio. El futuro no era solo aquel súper ordenador de '2001'. No todo eran naves espaciales que giraban en el espacio al ritmo del 'Danubio Azul' y asepsia, compuertas inteligentes y voces mecánicas que nos daban los buenos días. También los visionarios proyectaron un tiempo en el que la miseria estaría estrechamente combinada con la alta tecnología. Estética 'Blade Runner' y derivados. Un mundo en el que el sector primario se aliaba con la ciencia más sofisticada en detrimento de todo lo que existía entre esos dos ámbitos. Una naranja como un tesoro y un abrazo como algo que formaba parte del pasado de la humanidad. El consuelo que nos queda es que esta visita futurista es pasajera. Casi todo lo será, porque el mundo después del coronavirus no será el que dejamos atrás al pasar la última página.
El desastre de la economía dependerá de la duración de la epidemia. La profundidad del cambio moral probablemente también. En cualquier caso deberíamos quedarnos con el aprendizaje. Con el aprecio por aquello que hace un mes nos parecía evidente y ahora se han convertido en algo inalcanzable. Un encuentro con amigos, un partido de fútbol, ir tranquilamente a una librería o comprarse unos zapatos son ahora la ciencia ficción. Deberíamos asumir que no somos invulnerables y que la debilidad no solo nos puede llegar por el bolsillo, como en la crisis de 2008. Aquello, en cierto modo, provenía de nuestra arrogancia, de un espejismo. Un timo al fin y al cabo. La picaresca de siempre pasada por Wall Street. Lo de ahora supone un cambio más radical. Lo aprendido de 2008 empezábamos a olvidarlo. La lección de ahora es mucho más profunda. Ya no se trata de que hayamos sido más o menos descuidados con la paga que parecía regalarnos cada domingo el capitaismo. Ahora se trata de reconocer que somos una especie vulnerable. Y que, a pesar de nuestro desorbitado narcisismo dependemos de otros. De la agricultura, de la sanidad, de la ciencia o el pensamiento. Antonio Soler
No hay comentarios:
Publicar un comentario