Deseo el fin de la peste para volver a disfrutar de las pequeñas cosas que nos proporcionan una felicidad razonable.
Cuando escribo mi columna suelo tener mucho ánimo: algún suceso desencadena un pensamiento que comparto desde una imprudente distancia. Procuro mirar hacia un sitio fuera del foco de la vertiginosa actualidad informativa, y desde un lugar en el que no resuenen los tópicos. Hoy confieso que lo que nos está pasando me desborda: la pandemia, lejos de ser inspiradora —palabra macerada en una mística y cursilería horribles—, me bloquea. No estoy a la altura. No encuentro el tono. Me irrita el tono apocalíptico de quienes ya se lo veían venir, pero también esas caritas sonrientes que se vuelcan en el consumo de repostería y en su reverso glucémico: el body building. No sé si es desesperanza, puerilidad, incultura, miedo o todo junto lo que lleva a las sectas evangélicas a organizar multitudinarios saraos de rezo o lo que mueve a un octogenario a escaparse de la residencia. Se me confunden las emociones: puede que ese anciano sea un resistente que huye de lo que él considera un pudridero o un egoísta al que no le importa que la peste se instale en su casa y extermine a sus seres queridos. Detesto esa nostalgia que me hace llorar cuando veo Cachitos de hierro y cromo, y Jaime Urrutia canta Pecados más dulces que un zapato de raso. No me consiento tanta ñoñería, aunque sé que llorar desatasca. Me chirrían los zombis, la ciencia ficción, el Soylent Green, el “todo está ya contado”, y a la vez me espanta la idea aleccionadora de que nuestra angustia proviene del miedo a lo desconocido. En qué quedamos. A veces me exaspera y a veces me carcajeo con un sentido del humor ad hoc:un hombre en pijama asegura que nunca estuvo más estresado que en tiempos de cuarentena. Yo misma incurro en todos los errores. No quiero ser agorera ni esperanzadora, ni chistosa ni ceniza, ni reflexiva ni decir que también esto pasará o que no pasará nunca. Luego pienso que cada cual hace lo que puede. No sé bien qué pensar ni qué sentir ni cómo comportarme. No me siento cómoda dentro de mi cuerpo. No encuentro la postura: espero que me disculpen un desconcierto que quizá se parezca al estado de ánimo general. Mi momentánea desafinación.
Pero me exijo sobreponerme. Me exijo una alegría desbordante para superar imágenes que perdurarán en la memoria: una pista de hielo reconvertida en morgue, que se vende como pirueta de la imaginación neoliberal ante la catástrofe, mientras algunas UCI de hospitales públicos han permanecido clausuradas por los efectos perniciosos de la privatización. Me exijo una alegría incontinente para acompañar la soledad de quienes se mueren solos y de quienes se quedan solos sin haber podido despedirse. Una alegría enérgica para combatir proposiciones como negar la asistencia sanitaria a los inmigrantes irregulares durante el periodo de alarma. Deseo el fin de la peste para volver a disfrutar de las pequeñas cosas que nos proporcionan una felicidad razonable, pero además me exijo una alegría revolucionaria y un montón de mala leche y vitriolo —la bondad suma— para que, cuando todo esto termine y todo haya cambiado, pero muchas cosas sigan igual, es decir, lamentablemente escoradas hacia el confort de los dueños de las palabras y los capitales, nosotras sigamos siendo las moscas cojoneras de un sistema insostenible.
Marta Sanz
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