Una sociedad que se desentiende de sus ancianos es una sociedad indigna de perpetuarse
Por oposición al infanticidio, documentado en muchas culturas antiguas y vigente hasta hace bien poco en las sociedades donde la perspectiva de la dote o la política de hijo único incitaron al abandono o el asesinato de las niñas recién nacidas, el gerontocidio es definido por los antropólogos como la práctica por la que las comunidades se desprendían de los viejos cuando éstos pasaban a ser una carga demasiado pesada. De los tebeos que leíamos de pequeños recordamos la imagen de los ancianos indígenas a los que la tribu, forzada al éxodo por el acoso de los rostros pálidos, dejaba atrás si se mostraban incapaces de seguir la marcha. O de aquellos otros que se alejaban por su propio pie del poblado para morir en la soledad de los sagrados lugares donde los casi difuntos dialogaban con los espectros de los antepasados. Esta última costumbre, atestiguada en otros pueblos, tenía un sentido ritual que no cabe calificar de bárbaro, pero son más cercanos a nuestra tradición el modelo de Eneas cargando sobre los hombros a su padre Anquises o la clásica escena del moribundo que agoniza, sea cual sea su condición, en paz y rodeado de los suyos.
Por oposición al infanticidio, documentado en muchas culturas antiguas y vigente hasta hace bien poco en las sociedades donde la perspectiva de la dote o la política de hijo único incitaron al abandono o el asesinato de las niñas recién nacidas, el gerontocidio es definido por los antropólogos como la práctica por la que las comunidades se desprendían de los viejos cuando éstos pasaban a ser una carga demasiado pesada. De los tebeos que leíamos de pequeños recordamos la imagen de los ancianos indígenas a los que la tribu, forzada al éxodo por el acoso de los rostros pálidos, dejaba atrás si se mostraban incapaces de seguir la marcha. O de aquellos otros que se alejaban por su propio pie del poblado para morir en la soledad de los sagrados lugares donde los casi difuntos dialogaban con los espectros de los antepasados. Esta última costumbre, atestiguada en otros pueblos, tenía un sentido ritual que no cabe calificar de bárbaro, pero son más cercanos a nuestra tradición el modelo de Eneas cargando sobre los hombros a su padre Anquises o la clásica escena del moribundo que agoniza, sea cual sea su condición, en paz y rodeado de los suyos.
Aunque no se formule con ese nombre, se percibe en nuestro tiempo deshumanizado un cierto renacimiento del darwinismo social, que defendió la cruda supervivencia de los más aptos como una impía forma de higiene que salvaguardaba a las naciones de la decrepitud y la decadencia. Al margen de la actualidad marcada por un virus que ha mostrado a las claras su predilección gerontocida, las clases pasivas son vistas con creciente desconfianza por una juventud precarizada y lógicamente descontenta que puede llegar a cuestionar las onerosas transferencias del Estado en forma de pensiones o servicios sanitarios, olvidando que, por ejemplo, en la última crisis -la anterior, si consideramos la que ahora se nos viene encima- esas pensiones, en muchos casos mínimas, ayudaron más que todas las medidas gubernamentales a sostener la débil línea de flotación de las familias más vulnerables. Me da usted por amortizada, le responde madre al médico de cabecera cuando éste, un buen hombre que celebra sus ocurrencias, le dice, probablemente con razón, que a sus años no merece la pena arreglar este u otro desarreglo. Necesitamos muchos médicos, enfermeros y asistentes que bromeen con nuestros viejitos y se burlen con cariño de sus aprensiones, los atiendan y curen o palíen sus dolencias y llegado el caso los ayuden a bien morir, pero la obligada inversión pública no puede sustituir el cuidado de los más próximos. Una sociedad que se desentiende de sus ancianos es una sociedad indigna de perpetuarse.
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